Espartaco (Stanley Kubrick, 1960): Bigger than life

por Carlos Abascal Peiró


The Academy of Motion Picture Arts and Sciences will present a new 70mm print of the 1960 historical drama "Spartacus" for the final screening in its series "The Last 70mm Film Festival" on Monday, August 13, at 7 p.m. at the Academy’s Samuel Goldwyn Theater in Beverly Hills. Pictured: Kirk Douglas and John Ireland in SPARTACUS, 1960.

SPARTACUS, 1960.

La leyenda que rodea la producción de «Espartaco» (Stanley Kubrick, 1960) da para una galaxia de monografías. El efusivo narcisismo de Douglas, los carnés demasiado rosados[1] de Dalton Trumbo y Howard Fast (autor de la novela seminal) o la red de afectos y desafectos que entretejió un casting eléctrico, un guión superdotado. Y algo desatendido hoy por la Academia, según esa distancia que adjudica el bigger than life que facturó Hollywood al casillero de lo popular, pasajero y por tanto intelectualmente endeble. Así que está bien revisar Espartaco y sobre todo cuando uno debe hacerlo —es tiempo de péplum— o, es decir, cuando los días son una excusa para enlazar las noches, cuando las públicas y otros canales sin crédito estiran fondo de armario. El discurso autoritario de ciertas voces, la pretensión de transformar el cine en un espacio de vedas y clases falsamente obtuso, seguramente revele cierta miseria argumentativa, si no la urgencia de recuperar aquel lamento del polifónico Godard: tal vez se hable demasiado de los autores cuando, después de todo, importan las películas. O tal vez se hable, se escriba (ay) demasiado. Sencillamente. Que también.

La cinefilia yihadista, que necesita de diques para conformar un discurso, lamenta con frecuencia el escaso margen creativo del que dispuso el jovencito Kubrick, aquí inmerso en el milimetrado engranaje que define el producto de estudio, Universal en este caso. Parecen sugerir, en un ejercicio de ficción algo totalitario, que la película hubiese aspirado a nota de haberse plegado enteramente a la visión de su director. El pretexto apunta nuevamente al recetario del auteur, la pleitesía feudal a eso que, con la prudencia del sabio, fundó Bazin y prolongaron, entre tantos otros, Truffaut, Bresson o Doniol-Valcroze.  Y lo cierto es que Kubrick llegó a Espartaco de rebote, en parte por el buen recuerdo que Douglas guardaba de «Senderos de gloria» (Paths of Glory, 1957), en parte porque alguien debía remplazar a un Anthony Mann demasiado ajeno a la marea de subtextos que recorría el libreto -apenas rodaría la secuencia de las minas de sal que abre el film. Kubrick naturalmente no naufragó. Recortó lo frondoso de un guión en exceso literario para suspender y al tiempo resucitar el relato en la puesta en escena. El encuentro mudo entre Davinia y el tracio (el score le corresponde a Alex North), el combate a muerte que enfrenta a Espartaco y Draba —una clase de profundidad de campo— o la maravillosa secuencia entre Antonino y Craso: la fábula homoerótica, la penumbra de la domus y ese contraplano vacíado al que interroga el romano: Antonino ha huido.

Porque «Espartaco» rebasa el coso de gladiadores. Funciona como una película amplísima cuya densidad admite la convivencia de discursos, géneros e instantes casi goyescos: el entierro del esclavo, el niño arosé por una ternera. Y el texto era bueno y mejoraba con el casting. Charles Laughton y el humanísimo Peter Ustinov —incluso un manco alcanzaría a contar los escasos interpretes capaces de superar al mejor Nerón— intercambiaban fintas de diálogo acerca del hedonismo, de los muslos de ave al resto de muslos; mientras que el muy generoso senador Graco que encarnó Laughton (imposible otro verbo) rivalizaba con el altivo Craso (Laurence Olivier) por dos Romas y, a fin de cuentas, dos modelos de Estado. Un luminoso antagonismo que admite actualizaciones a partir del paisaje ibérico y sitúa a Craso, frente al sosiego retórico de su rival, en la línea weberiana de perfil bajo de tipos como Felipe Puig o Cristina Cifuentes. Algo de hispánico bulle tras la genética de «Espartaco». Y por cierto que Franco, que era muy de sobremesa, prestó 8000 soldados de la reserva a un rodaje que peinó la calva periferia de Madrid.

Son cosas del gran cine: habla a todos y —esto es así— a todos de forma distinta.


[1] Una frenética House Un-American Activities Commitee, en pleno torbellino McCarthy, ya había encarcelado a Trumbo. Fast, por su parte, sufriría diversos boicots durante la carrera editorial de su novela.