Ahora Buenos Aires (II): Se dijeron adiós en los billares
by Carlos Abascal Peiró
Esto me lo decía muy rápido, tocándose los huevos en una cadencia engrasada a cada vez que citaba a Carlos Menem, presidente de la Argentina en los noventa y sujeto opaco donde los haya. Menem, mano a los huevos, era una figura de nacional mal agüero cuya alusión, dijo, debía conjurarse llevándose los dedos al testículo izquierdo. La inflación tenía la culpa de lo mío; por no hablar de las penas de prisión, que eran —resoplaba fuerte— de broma. Me habían sentado sobre un banco de gimnasia en un vestíbulo desdentado de techos altos que parecía poseer cámara de resonancia propia, lo cual convenía mal a un lugar dedicado a confidencias. Volvió de mear para tenderme un impreso, la lista que a la mañana siguiente debía endilgar al seguro. Entonces firmé el relato de los hechos y cerramos lo mío.
Lo mío no era sólo mío. Me acordé de Mario, que escogió el billar para despedir cuatro décadas en una central nuclear. Venía con los muchachos. Todos los viernes. Lo contaba como para restar relevancia al momento y disuadirme de encender la cámara. Allí pasaba yo algunos días y muchas noches —la mejor sala de billar de Latinoamérica, según entendidos— esperando, esperando mucho, que es como te dicen que se hacen los documentales. Estaba el sitio en plena Avenida de Mayo, un local venerable que afortunadamente Borges nunca pisó, o al menos ninguna placa documentaba el acontecimiento en aquel subterráneo sin ventanas pero con ventiladores que servía de filial canalla de un clásico, un café literario, notable, o el adjetivo que aquí reciben las cosas que no se demolieron. Una treintena de tapetes esmeralda y todo hombres. Ahora Mario se jubilaba de la central y este viernes, todos los viernes, había venido al billar.
Mario, sesenta y largos, flaco no de no cuidarse sino de ser flaco. Sus muchachos, decía subrayando el posesivo, bebían, echaban un pool y se iban. Me abstuve de filmar al principio, por la chanza, por educación, y regresé cuando se olvidaron. Jugaban y me pareció que dejaron a Mario embocar las mejores bolas, abrochar hasta tres mesas entre vítores que se iban calentando según bajaban los tragos. Mario, con bigote de coronel confederado, reflejos de buena gente y muñeca fina, de jugador, vestía un polo rojo un par de tallas dado de sí y con el blasón ecuestre de Ferrari cosido a la altura del esófago. Todo sonrisas, Mario no decía mucho, seguramente porque nunca dijo mucho y tampoco le había hecho falta. Uno adivinaba que durante cuatro décadas a Mario le habían ido a buscar cuando algo no iba como debía. En una central nuclear. Un destino para palparse y sentir madera de superhéroe.
Al poco de llegar yo, uno, que era el decano y se sabía designado, pronunció unas palabras un poco por sentido de la gravedad. Se hizo hueco resoplando, desatornilló el taco e imantó al auditorio con un ademán de timonel. Lucía una americana de profesor asociado, gafas con cordel, hechuras de capataz. No supo terminar sus cuatro frases. Le explotó el móvil en un bolsillo, el politono era una milonga. Dio igual porque se levantó un griterío: alguien agitaba una bolsa de plástico; se habían cotizado, dijo uno, para comprarle un regalo. Formaron entonces un círculo en torno a Mario, que se descubría rodeado por un haz revuelto de tacos, rozando los tubos de neón como las lanzas el cielo de Breda en aquel cuadro. Hubo que llamarles la atención porque se inflamaron demasiado y las puntas golpeaban las aspas de los ventiladores. Era fenomenal el chasquido.
Que se viene el regalo, que se viene. Mario puso cara de no-hacía-falta. Alguien de la barra subió la música; allí pinchaban la Credence y luego a Marc Anthony, todo a la vez. El paquetito contenía unos guantes de billarista, unos mitones muy ceñidos de piel fina y colores vivos que a mí, a fuerza de andar en el billar durante mes y medio, se me hacían vagamente obscenos —un atrezzo para sexualidades creativas y no más. Junto a los mitones había una gorra en cuya visera alguien había bordado dos tacos cruzados al estilo heráldico. El homenajeado —de verdad que no hacía falta— acabó por ceñírsela casi que demasiado en serio e inauguró la batería de aplausos. Los muy jóvenes, aprendices que ya nunca más aprenderían de Mario, jaleaban más de lo normal. Mario bromeó sobre el porvenir, el tiempo libre, ser mayor, la posibilidad de que un cáncer le alojase una naranja en el cerebro. Buscó el chiste y le salió uno triste. Pero cómo te ponés. Luego cayó otro discurso y una última salva de abrazos, en fila de a uno y frente a Mario, como un besamanos protocolario o una primera comunión. A veces —perdóname querido— había que sacudirle el polo de ferrari a la altura de los omóplatos: las nubecillas que la tiza del taco dejaba en la yema de los dedos.
Mario no hablaba no porque no quisiese, sino porque, con vistas a esquivar el llanto, había sellado sus labios con tal decisión que de despegarlos todo —y allí todo era muchísimo— se iría al garete. Yo tenía el zoom listo para el drama porque cuando encuadro, encuadrar es eso, soy un desgraciado. Los otros se habían dado cuenta del apuro y se cuidaron de aguijonearle a preguntas, y lo agradecían por esto y por lo otro, por ser uno mismo y esas cosas que se dicen a veces, esas veces, sin dejarle tiempo a rehacerse ni responder, mientras su cogote pasaba de hombro en hombro como una pelota de waterpolo. Gracias, muchachos, muchas gracias, cantaba una vocecita. Yo filmaba cada vez más cerca, sabiendo que ahí tenía una escena de las que vuelan directas al montaje final, y miraba sin mirarle a Enrique Paredes, mi ingeniero de sonido, como rogándole para que clavase el micro aún más sobre la ruidosa melé de afectos que el billar nos brindaba esa noche. Se habían olvidado de nosotros.
No sé cuánto tiempo pasó. Al rato, Mario se acercó, nos dio la mano a Enrique y a mí y pareció querer disculparse por lo vivido, que es lo primero que sentimos cuando nos filman. Tememos avergonzarnos o que nos avergüencen. Igual hasta era bueno que alguien hubiese recogido aquello, el final de algunas cosas. ¿Dónde sale esto? Le dije que no sabía. Y me disculpé llanamente, por no saberlo y por mirar, por lo que de pronto le debía y que ahora conservaba en el formol de la videocámara. Nos dimos la mano tres veces, las tres para despedirse y con un ínterin entre cada una, porque su conversación fue atropellada, tímida, y no supimos concluirla, y al alejarse me enviaba una pregunta sin querer, sin saber dejar de ser amable, y nos enzarzamos en una banalidad agradable sobre mi estadía en Buenos Aires, sobre que estaba por llover y el cielo de España, y sobre cuántas horas de bondi separaban este billar, nuestro billar, de una central nuclear, su central nuclear.
Dijo Mario que al billar iba a volver. Los muchachos, dije que me habían dicho, seguirían viniendo los viernes. Así que todo podía ser igual; pero eso ya no lo dije porque no era verdad. Seguían jugando, al fondo, con los carrillos enrojecidos, un poco más dispuestos a olvidarle. Él sonreía. Al final convenimos en que le enviaría las imágenes, anoté su dirección de correo electrónico en una servilleta y la doblé en un bolsillo interior de la mochila. Algunas horas después, de madrugada, mientras cruzaba San Telmo en dirección a Barracas y a la altura de San Juan, precisó el policía sin levantar la vista del atestado, me asaltaron y se llevaron la mochila, la cámara y la servilleta. La culpa no era de Menem pero casi, insistió escondiendo la mano. Y añadió que lo sentía mucho pero que mucho por lo mío, de verdad, y que qué cagada. Yo lo sentía por Mario.