Tenientes Corruptos

Fiction is the only way to redeem the formlessness of life (Martin Amis)

El barco de Playmobil

by Carlos Abascal Peiró

El Endurance de Shackleton.

En 2002 los Reyes te trajeron una enciclopedia Larousse dedicada al cine. En 2005 compraste una videocámara con un premio de relato. En 2008 rodaste aquel corto atroz en el sótano de un colega. En 2015, ya en París, dejaste el periodismo. En 2019 la pública francesa emitió de madrugada tus medio-metrajes. Debbie Reynolds le contó a alguien que había vivido dos experiencias terribles: dar a luz y rodar una película (se refería a Cantando bajo la lluvia). No eres madre de nada ni de nadie pero hace apenas una semana concluiste tu primer largo. Tu aportación al teorema de Debbie es que hacer cine es algo así como viajar a la India o la Semana Santa de Cuenca: verás cosas inolvidables pero pueden caerte un par de cólicos. De los rodajes también sale uno con pulsión narrativa. Quizá porque contarlo es vivirlo dos veces. Quizá porque ignora cuándo volverá a decir motor, acción, mecaguenlavida. Quién sabe si nunca más, te dices al término de este viaje de siete semanas : ¿a quién le traen el barco de Playmobil dos Navidades seguidas? ¿A quién le traen el barco de Playmobil? Pues eso, a unos muy pocos.

Cada mañana los camiones blancos de la producción rodean el set como una caravana de pioneros en un llano de Oklahoma. Ningún apache a la vista pero, ya lo avisaba John Wayne: si los vio es que no eran apaches. Te has hecho con un anorak de explorador ártico y un gorro de timonel estilo ballenero de Nantucket; al cabo de una jornada en exteriores celebras ambas adquisiciones con candor metafísico. Observas a los profesionales que se desloman junto a ti sin sacudirte ese espíritu provinciano que tiende a ubicar los oficios de la creacion en el terreno de lo estéril o puramente fantasioso, el asombro de tu suegro si supiese que los oompa loompas cotizan a la seguridad social. Valery definía como profesiones delirantes las que se fundamentan en la imaginación, los saberes sin -ay- utilidad directa, ingratos porque el que se dedica a ellos desconoce si el resultado estará a la altura de su ambición. Amores no necesariamente correspondidos. Luego están los actores, que es el oficio de existir, de existir mejor y mejor que nosotros.

Un plano fijo por cada veinte travelling se convierte en el tótem de tu secuencia. Ya lo sabías pero te resistes. Salvo que seas Resnais, uno envejece hacia el plano fijo. Compruebas con alivio que que esa máxima tan ibérica de haz como que sabes sigue funcionando. Tampoco tienes elección, cada minuto factura en este país de salud sindical. Aprendes a no dudar, esto es, a dudar rápido. Por mucho que un director normalito de sea lo que sea no disponga necesariamente de más respuestas, si acaso de más preguntas. Comes poco, le ganas uno, dos agujeros al cinturon, el tránsito intestinal suspendido a la lumbre del combo, que es ese monitor conectado al encuadre de la cámara y que propicia un ambiente de comunidad vecinal que aborreces. Así que ruedas de pie y recuerdas aquella gilipollez de Bradley Cooper, que prohibe las sillas en sus platós para que a nadie se le ocurra sentarse. Imaginaste cosas que no filmarás, otras que funcionaron, algunas -pocas- que fueron verdad. Uno se pasa años dándole vueltas a una escena para empaquetarla en apenas unos minutos. Si una peli es un cohete lanzado hacia algún lado, ese lado nunca será el tuyo, así que te pegas para enderezar la dirección. ¿Con quién? Contigo mismo. Parafraseas a Max Aub: uno no hace el cine que quiere, sino el que puede. Aun así, al final del jaleo, lloras porque sabes que nunca mas volverás a ver a tus personajes pedir la hora, rascarse la barbilla, fumarse un cigarro bajo la lluvia inevitablemente gruesa de las peliculas.

Cuando era crío, la madre de Cabrera Infante le planteaba dos posibilidades de premio al llegar el viernes tarde: ¿cine o sardina? Años más tarde, el crítico cubano, que nunca escogió la sardina, recuperó esa pregunta fundacional para titular una colección de apuntes cinéfilos. Recuerdas la anécdota tras la tormenta, encaramado a una terraza de cal y viento en el Tánger de Paul Bowles, Ángel Vázquez y Juanita Narboni, a punto de devorar unas sardinas à la chermoula, quizá las mejores que este advenedizo y muy feliz capitán de fragatas de Playmobil haya probado en su vida.

Maneras de vivir

by Carlos Abascal Peiró

¿Es Albert Brooks el ser humano perfecto?

Si tuviese que elaborar un casting para una humanidad soñada basaría el perfil de mis candidatos en el reparto de Broadcast News (James L. Brooks, 1987), la mejor comedia sofisticada de los ochenta y probablemente también de los noventa, porque si uno no escribe para venirse arriba para qué demonios escribe. Hablamos de una cumbre nevada en el reino de las películas que me importan, que no son las mejores sino aquellas donde uno (yo en este caso) podría vivir, llamar a una condenada inmobiliaria y echar raíces. Un Shangri-La personal, que fue aquel legendario reino himalayo donde no se envejecía nunca. Broadcast News no es una peli de Navidad, pero casi. Lo es en el sentido de que puede uno verla con el vientre repleto de cortadillos y bendiciendo las cosas buenas de la vida: los bocabits, el whisky ahumado, la amistad después de los treinta, el ibuprofeno.

Una comedia romántica ambientada en una televisión local. Repleta de vericuetos adultos, de personajes más y menos que tú, más tristes y más gilipollas y probablemente igual de torpes. Porque seamos francos, productores del mundo: no necesitamos personajes exactamente como nosotros, si acaso que sean demasiado nosotros, pero ya vale. Así que la peli nos presenta al siempre estupendo Albert Brooks, culto y afilado, witty as hell, el tío demasiado listo para triunfar. A William Hurt, el tío demasiado guapo como para que le tomen en serio. Y en medio, ella, Holly Hunter, demasiado humana, demasiado todo para todo el mundo. Treintaylargos, estajanovista llena de gracia y sentimentalmente desahuciada: “creo que estoy empezando a repeler a los tíos que quiero seducir”. Holly es la actriz a la que remito a cualquier director de casting. ¿Necesitas una Lady Macbeth o un Ricardo III? Piensa en Holly Hunter. ¿Gollum?, Holly Hunter. A un rey Melchor en el teatrillo de navidad de tu parvulario, también Holly Hunter. Escribe y dirige James L. Brooks, que concebía personajes femeninos que decían que no —con agenda y humor propio. Destinó el rol de Holly a otro cometa, Debrah Winger, estrella de su primera cinta, Terms of Endearment (1983), la película que inventó la comedia lacrimal y la tragedia eufórica (vedla y sed felices). Pero Winger declinó el papel, estaba embarazada. Acabaron llamando a la compañera de piso de Frances McDormand y prota de la peli que había escrito el novio de Frances, un tal Joel Coen. Raising Arizona se rodó el mismo verano que Broadcast News. Fue el verano de Holly Hunter.

En Mackintosh, nouvelle de Somerset Maugham ambientada en el mundillo colonial británico, un administrador de su majestad le suelta a su sufrido secretario, el tal Mackintosh: “No eres mal muchacho, Mac. Pero eres tonto. Cuando estás haciendo una cosa, siempre quieres hacer otra. Y ésta no es manera de vivir”. Demoledor. Al administrador no le gustaría saber que esa manera de vivir es hoy lo que los pesaditos dan en llamar hegemónica. Hacer sólo una cosa, una a la vez, resulta algo raro en esta existencia inalámbrica y pluriempleada que nos han colado. Los personajes de Broadcast News, periodistas en crisis, viven esa transformación tan de los ochenta. El momento en el que el periodismo (y las relaciones y el mundo y las estaciones) tuvo que rendirse a la velocidad tal y como la conocemos, al flujo continuo, la inelegancia de negarle un final a las cosas, de no aburrir nunca o reclamar pegajosamente la atención.

Una nueva entrega de la saga Ocean’s descartaría casinos y reservas federales para clavar sus fauces en el último gran botín, lo único que nadie te había robado: el tiempo libre. Hasta ahora. Nos lo recuerda la furia de las listas, de libros y películas y makis de salmón, todas y todos necesarios, sin olvidar por supuesto las series —pandemia infame que la OMS debería monitorizar muy de cerca. El atraco más grande jamás contado. Paradoja: tiene un regusto trágico el saberse capaz de hacer ochocientas cosas a la vez pero incapaz de pensar dos. La jibarización del tiempo libre quizá achique la capacidad de pensar a favor y sobre todo contra sí mismo. Los seres humanos en las pelis de James L. Brooks van por libre, afortunadamente. Los queremos porque son difíciles y lo son de muchas maneras. Sucede lo mismo con sus tramas, imposibles de categorizar, cosidas a base de digresiones, manías, aberraciones, la seductora impresión de que cada personaje no constituye el final de nada sino un nuevo comienzo. Como la Navidad, muy al fin y al cabo.

Notas de agosto

by Carlos Abascal Peiró

Uno. El beso de Theresa Wright y Dana Andrews en The Best Years of Our Lives (1946), oda humanista a los supervivientes del frente y su tortuoso reingreso en sociedad tras el conflicto. Quizá la peli más emocionante ever. Este es un beso regresado de la IIGM. Él, un veterano de guerra casado con una mujer que no le quiere; ella, la hija de su mejor amigo. Nada es muy lícito salvo que están locos el uno por el otro, y que pedíamos a gritos un momento así desde que, seis secuencias antes, él le soltase: «Deberían fabricarte en serie». William Wyler lo rueda la mar de bien. En una sola toma, un plano largo encajado entre dos coches en un parking. La pareja avanza hacia la cámara en el silencio de los que se despiden sin querer hacerlo. Y de repente, el beso. Decía Billy Wilder que todo en esta peli le hacía llorar: «Que conste, yo con Hamlet río», avisaba con sorna.

Dos. Si te gustan Dalí o Warhol, no me gustas. Si te interesa sumamente mi signo zodiacal, quizá planee asesinarte.

Tres. Los vaqueros de Marilyn en River of no return (Otto Preminger, 1954). No es ni de lejos el mejor Preminger, el tono es demasiado glaseado y Mitchum se ahoga en un guión raquítico, pero puede presumir de un cinemascope imperial, de un plano final de antología y los levis de MM son una catedral del denim. Era un jugoso tiro alto y la graduación de un mito casi un siglo después de que un sastre de Nevada, Jacob Devis, propusiese a Levi Strauss remachar sus jeans a base de cobre. Aquel lote fue el 501. Por cierto que aún venden tres pares que la mismísima Marilyn se enfundó durante el rodaje. A 42 000 dólares cada uno. Una maldita ganga.

Behind the scenes.

Cuatro. Soy víctima de una suplantación de identidad telefónica. Alguien introdujo mi número en un listado de empresas de trabajo temporal especializado en cubiertas y techados. De modo que recibo llamadas de hombres (hombres desesperados) pidiéndome presupuesto para atajar la humedad que agujerea sus casas bretonas. Se refieren a mí con este apelativo: monsieur Amilah. Lamento tanto decepcionarlos que al cabo del enésimo telefonazo hago de Amilah. Acabo por darles una cifra. Les consuelo diciendo que cada vez llueve menos, que Bretaña será la Andalucía proteica de este siglo de mierda y que desmantelen sus techos de una vez. ¡Vivan los patios!, aúllo antes de colgar. Qué he hecho yo para merecer esto.

Cinco. Un disco: Wheels in motion. Trabajo en solitario de Glenn Mercer, el tío de The Feelies pero mejor que con The Feelies. Pop para escuchar en bicicleta. Otro disco porque sí: Dizzy Gillespie y Lalo Schifrin sumaron talento en Free Ride (1977). El tema homónimo es mejor que dos bolas de vainilla. Pianista superclase, arreglista de Cugat entre otros, Schifrin hizo migas con Gillespie tras una impro legendaria con Astor Piazzola en Buenos Aires. Lalo, que en realidad se llamaba Boris Claudio y era porteño, decidió propulsar su carrera escribiendo música de cine: citemos Bullit, citemos Dirty Harry, citemos Misión Imposible. A sus 90 añitos, sigue contestando al correo en Beverly Hills. Cuentan que desde la mansión de Groucho. Dale, Lalo.

Seis. «Hijo, te he dejado un artículo muy interesante en la mesa». El titular: Dos de cada tres directores de cine en España no pueden vivir de su trabajo.

Paul Schrader, que guionizó The Mosquito Coast, le regaló esta réplica a Martha Plimpton.

Siete. Martha Plimpton en las muy maravillosas The Mosquito Coast (1986) + Running on Empty (1988). Se podría hablar de Peter Weir o Lumet, responsables de ambas cintas y super-directores con más afinidades estéticas y narrativas de lo que parece, pero estamos en agosto. Martha era hija de Keith Carradine, rostro habitual de las pelis sofisticadamente huecas de Alan Rudolph y autor del mejor acústico de ese monumento que es Nashville (Robert Altman, 1975). Decíamos que Plimpton, que encarnó a la adolescente bocazas-pero-irresistible del Hollywood de finales de los ochenta, fue el love interest del malogrado River Phoenix en The Mosquito Coast y Running on Empty. La ficción comenzó a exigir rescate y empezaron a salir tras el rodaje de la segunda. Phoenix, intérprete superdotado y primera causa de paradas cardiacas entre las quinceañeras de la década del walkman, acabó recibiendo una nominación de la Academia. Le soltó a Premiere Magazine que no le importaba ganar el Oscar porque ya tenía a Martha. «I won her». Ella le dejó poco después. Gastaba fama de insobornable y no era exactamente guapa pero lograba que uno sopesase dar un brazo a cambio de una mirada suya. Expedía réplicas con un charme sobrenatural, en sus decisiones de vestuario y su forma de ser se intuía una feminidad rocosa y extravagante que ni siquiera Winona supo igualar. Hastiada de interpretar lolitas deslenguadas, su carrera encalló injustamente en la previa de los dos mil. Cuando la heroína acabó con River en octubre del 93, Martha seguía siendo su mejor amiga.

Sólo Martha, aquí con el inevitable River, sabía sobreponerse a esa chaqueta de paje medieval.

Ocho. El tema principal que Tony Mottola compuso para la banda sonora de Running on Empty, una de esas pelis que garantizan el cielo y que escupo maquinalmente cuando alguien confiesa que no sabe con qué iluminar su soirée. Lumet decidió incluir la emocionante Fire and Rain de James Taylor en una escenita. Mottola logró que también nos acordásemos de su balada.

Nueve. Ética secreta de una gilda. No Rita Hayworth, la otra. Pincho así bautizado cuando la peli de Vidor se estrenó en San Sebastián en 1948. Anchoa antes que boquerón, aceituna manzanilla, punta de guindilla y suficiente vinagre para ahogar a un piojo. El bien ensartado en un palillo. Duran lo que las flores cortadas, que diría Leopardi.

Diez. The Paper (1994). ¿Por qué? Porque sale Marisa Tomei y eso siempre es una razón para cancelar lo que sea que uno haya previsto. Y Jason Alexander tiene un papelito (sí, el George de Seinfeld). El género de las películas-con-periodista encuentra en esta obra tempranera de Ron Howard una inesperada cumbre. Michael Keaton, que hace aquí de reportero de raza enamorado de Nueva York, nunca estuvo mejor. Su jefe es un cascarrabias Robert Duvall que asegura tener la próstata como un bagel. The Paper no sólo incluye un gozoso travelling de redacción —larga toma lateral explorando la oficina a través de un estrépito de telefonazos y curritos en mangas de camisa—, también exuda esa inteligencia sexy que la clase media de Hollywood exhibía en los noventa. Marvel, te odiamos profundamente.

MM, en cow-girl, aguardando a la Historia en el set de The Misfits (Huston, 1961). Fue su última película.

¿Tiene gracia?

by Carlos Abascal Peiró

La primera de las muchas revoluciones que nunca tendrán lugar vaciará su ira contra los jets privados. Hay quién se gana la vida convenciéndonos de que el problema de nuestros males pasa por el ser, cuando todo apunta a que el tema sigue siendo el tener. Por algún motivo inocente, ignoramos cuál, Netflix y etcéteras siguen sin dedicar un nicho a la violencia de clase y sí a las ochenta formas de estar solo que vamos inventando para no cambiar nada. En una escena de La terrazza (Ettore Scola, 1980), el veterano productor que interpreta Ugo Tognazzi, acusado de rodar comedietas pueriles para la RAI, espeta que si los que tienen que hacer la revolución no la hacen, por qué debería su cine hacerla. El talento de Scola, que fue mejor guionista que director, reside en esa habilidad para resumir el esplendor ácido de la comedia italiana en una punch line. La ironía no ha envejecido mal. En esta época rara en la que uno politiza su conversación (o su cine) para despolitizar su vida, recorrer las más dos horas y media de inteligencia que ofrece la película es una experiencia marciana.

Amedeo, que así se llama el productor, es mi personaje favorito. Pregunta sin descanso: «Fa ridere, fa ridere ?» ¿Hace reír, tiene gracia? Su guionista de cabecera, Enrico, al que da vida un Trintignant a cuya figura dedica estos días Le Monde una fantástica serie estival, enloquece con la preguntita. Acaba ingresado en una clínica con el maxilar descolgado como un puente levadizo. Enrico, roído por una terrible crisis creativa, quiere atacarse al conformismo o la alienación. Tiene temas pero no tiene película, y al otro lado del teléfono, varado en su piscina y deseoso de complacer al público, Amedeo insiste: ¿pero tiene gracia o no? A mí me sucede más bien lo contrario, escucho a productores preguntar cuál es el tema, la gracia da igual y los guiones casi que también. Han montado un gang de becarios infrapagados con un master en representación (y otra vez el Ser y lo genital le ganan la partida al Tener y lo fiscal, es decir, que nadie pregunta si salen pobres). Como yo sólo asiento con la cadencia horrorizada de una víctima de Godzilla, acabamos concluyendo que hay que haber sido pirata para rodar películas de piratas, y que George Miller, en pelotas y enfangado, integró una piara durante seis meses antes de dirigir su legendaria Babe, el cerdito valiente (1995). Que no cediese la riendas de la peli a un auténtico cerdo es una atrocidad sin nombre que alguien —un gorrino esperamos— vengará más pronto que tarde.

Suelta Pasolini en su Poeta de las cenizas que la comedia debería ser la ambición suprema del que escribe. Luego deplora haber fracasado en el intento (aquí Pier Paolo se pone algo severo porque La Ricotta es desternillante y tristísima). PPP le echa la culpa a la burguesía de la cual forma parte, que no es que no sonría, sino que sonríe seriamente. Demasiado miedo. Los personajes de La terraza, película de episodios que agujerean el guateque de una banda de amigos, ofrecen un catálogo de la intelligentsia italiana de su tiempo: está el periodista decadente (Mastroianni), el tiernísimo diputado comunista (Vittorio Gassman) enamorado de una mujer más joven (Stefania Sandrelli), el ex novelista precoz reciclado en intrascendente y depresivo consejero literario de la RAI (Serge Reggiani), o la dupla productor-guionista que componen Tognazzi y Trintignant, resignados a fundir sus ambiciones en la bullabesa televisiva del protoberlusconismo. El off de la velada son las mujeres. Que desde luego han tomado el relevo, producen, se burlan y naturalmente divorcian de todos estos tipos devorados por su próstata.

Podría ser La terrazza una muesca más en dos géneros fabulosos, las películas-con-guionista/escritor y las películas-de-amigos, pero resulta ir bien au delà. La descubro más o menos por azar, en un cine repleto de robinsones en búsqueda de oasis climatizados en este París rifeño que se encomienda a sus residencias secundarias. Scola, que junto a Ruggero Maccari y durante casi cuatro décadas escribió el ochenta por ciento de la comedia transalpina, roza aquí una profundidad de la que carecen obras similares (citemos Monicelli o, en una veta más conservadora, Sautet). Por ejemplo, esa escena en la que el personaje de Gassman, decidido a dar la espalda a su romance, se despide de Sandrelli en una estación —ambos están casados (con otros, se entiende). Lo hemos visto muchas veces: él, encaramado a la ventanilla del tren; ella, erguida en el andén. El diálogo está bien escrito, es definitivo, es emocionante. Un amor imposible. Pero resulta que no hay revisor bigotudo ni silbato ni último plano-contraplano, y sí un sobrecargo impertinente que se sitúa a la altura de los amantes y carraspea para anunciar que lo lamenta, que los maquinistas acaban de sumarse a la huelga y el tren se queda en Roma. Esto es una finta de guión y es la vida: pinchar el globo. El diputado comunista, que por una vez maldice los sindicatos, se baja dignamente del vagón y él y Sandrelli, incómodos tras haberse dicho esas cosas que se dicen cuando uno sabe que no volverá a ver al otro, deshacen juntos el camino, bromean torpemente sobre el peso de la maleta y se separan con una desenvoltura falsa en el hall de Termini. El plano se hace general y sobre todo largo. Duele más que el final de Supersalidos.

Antes o después, ya no me acuerdo (cómo me gustan ese tipo de confesiones que se leían en los viejos Cahiers: los reseñistas redactaban de memoria tras el visionado), el diputado Gassman, con pinta de haber ingerido un yogur caducado, pide la palabra en un multitudinario congreso del Partido. Se disculpa porque va a conceder, dice, un momento al buen individualismo, es decir, a la búsqueda de la felicidad. Los camaradas murmuran. El diputado acaba resumiendo lo que nos pasa con una pregunta: ¿podemos ser felices a costa de la infelicidad de otros? Desde luego que podemos, de eso va este sarao. Scola, y la buena comedia, que equivale a tragedia + tiempo, trabaja propulsado por ese interrogante. Aquella observación de Orwell, que no era muy de bromitas: el buen chiste nunca degrada al ser humano, si acaso le recuerda que ya está degradado. Al fin y al cabo, el viejo término griego sarcasmo hacía referencia al acto de desgarrar la carne. Quizá por eso el guionista Enrico, desesperado de esperar, acaba introduciendo un dedo en su flamante sacapuntas eléctrico. Lo peor es que tiene gracia.

El secreto del cuarto de baño

by Carlos Abascal Peiró

Eugène Lomont – « Jeune femme à sa toilette »

La última Palma de Oro, Titane (Julia Ducornau), contiene al menos cuatro escenas en la que su personaje principal, una sociópata obsesionada por sí misma, se encierra en un baño para mirarse al espejo. Se podría hablar de la decadencia de Cannes como termómetro de distinción de la gran clase media, o de la involución conservadora que supone la cinta de Ducornau frente a The Fly (1986), la relectura del mito kafkiano que Cronenberg elaboró en los años del sida, pero alguien lo habrá hecho ailleurs y mejor. Aquí interesa otra cosa: de un tiempo a esta parte, las ficciones empeñadas en llevar razón insisten en filmar a sus personajes en cuartos de baño. La recurrencia es relevante no tanto porque se trate del lugar más pequeño de la casa, que también, sino porque está fundamentalmente destinado a estar solo. Es decir, a estar con nadie.

Si el salon da sentido a la ficción del XIX y la chambre al XX, este siglo nuestro quizá sea el del cuarto de baño. Uno podría concluir que existe una epidemia de soledad, que no hay muchas ideas para relatarla o, al contrario y a la vez, que asistimos a la vindicación de la toilette como un espacio que ya no marca una transición entre dos secuencias (esas escenitas de gente lavándose la cara antes de un te quiero o de un balazo), sino que brinda al personaje la posibilidad definitiva de existir. Es paradójico que tantas pelis obsesionadas con caer del buen lado de la Historia, y jaleadas como necesarios meteoritos de radicalidad, planteen sin descanso una dimisión de lo colectivo. Hablamos de Titane, pero también —qué sé yo— de Céline Sciamma, Pietro Marcello, el último Assayas, Rebecca Zlotowski o Joanna Hogg, todos ellos integrantes de una aplaudida intellitgentsia del cine europeo. Son dires cuya presencia mediática, a sabiendas o no, está teñida de didactismo: nos quieren abrir los ojos. Eso sí, sobre nada nuevo, que es lo que hace el arte normalito, darnos la razón. Su catálogo estético podría ser el siguiente: solemnidad del convencido, sociología de consenso, supremacía del primer plano como dimisión del encuadre. Y más espejitos que un reel de Porcelanosa. El baño como parapeto del personaje. No siempre fue así.

Es probable que la Ilustración y Sade inventaran el bidé. También que, algo después, Degas —o su obra— hiciese lo propio con la bañera. La Modernidad consistía en mirarse a un espejo. «Sin el aseo, ¿qué sentido tendría la vida entre mediodía y las nueve?», se preguntaba con retranca Rousseau. Con la llegada del XIX, el agua llegó a las viviendas y la burguesía institucionalizó lo privado. Existir era disponer de un secrétaire, tener secretos. En la novela del XIX, los personajes sueñan con participar en la conversación pública, esto es, hacerse un hueco en el salón. A veces, casi nunca, lo logran por méritos propios. Otras, casi siempre, recurren a la picaresca, porque el mérito no basta y el fair play social es la cosmética argumental de los que te putean en la vida y te sonríen en el ascensor. La picaresca, que germinó allí donde se pasaba hambre, es una justa refutación de la quimera de acceder al poder sin hacer trampas. La pauperización progresiva del personaje literario, y su caída del estatus de deidad a desempleado adicto a los lípidos, de Homero a Houellebecq, tiene un saludable correlato democrático en la expansión progresiva de sus geografías posibles, cada vez mayores, y su conquista, también es verdad, de lo privado. Pero la dignidad individual, en aquellas, se sustentaba en logros colectivos.

Michel Piccoli o Monsieur Cinéma, según Agnès Varda.

Ahora los personajes visitan el baño para escenificar una dimisión ideológica, su progresiva configuración como último espacio del último cambio, un escenario si acaso de revoluciones de bolsillo, de neceser. Quizá estemos ante un asunto de escalas, y este cine trate así de situar su medida discursiva, excesivamente limitada (a menos que uno viva en una dacha de los Sims). O peor, quizá sea la simple voluntad de hablar a unos pocos a costa de ser importante, como si lo importante no fuese precisamente lo contrario, hablar a unos muchos. Si los personajes ya no necesitan de otros murió el debate. Lo dijo Nabokov en algún lado: el único amor verdaderamente recíproco es el de uno mismo.

Esto de Alba Rico sobre cierta izquierda: «Parece como si hubiéramos abandonado el combate por la hegemonía cultural, entendiendo que cuanto más minoritarios somos, mas razón tenemos. Si queremos cambiar el mundo, hay que dirigirse a él». Me vale para las obras y los personajes, lo de dirigirse al mundo. Qué emocionante cuando un personaje confronta sus taras con los demás y da con otro que no le da la razón. Casi más sano que las cinco piezas de fruta al día, un ideal democrático. Que además tiene reverso narrativo, una máxima de guión algo rupestre pero invencible a la que dedico horas desde que miento por dinero: toda escena es mejor si hay conflicto. Sucede, por ejemplo, en la reciente y divertidísima Viens, je t’emmene (2022), del estupendo Alain Guiraudie.

En el fondo, un fondo irónico, este cine de autor (de autor es todo, hasta los calipos) conecta bien con el individualismo adolescente de los superhéroes, seres disfuncionales sí, pero sobre todo super individuos. Un personaje investido de una verdad moral que le autoriza a vadear el estado de derecho. La diferencia, y es de agradecer, es que Hollywood no se esconde. El último Batman, mecenas malherido con el cuadro psiquiátrico de Kurt Cobain, plantea un regreso al nihilismo de estar por casa de los felices noventa. Si Ducornau dirige la próxima entrega del caballero oscuro —apúntenlo— irá Pattinson por fin al baño. Esta ola de demócratas inmunodeprimidos con devoción por el Temita, que es el content de los artistas, tiene otro efecto perverso: el desprestigio del estilo entendido como manera de contar (y no de filmar). Hacer buen cine es aún más jodido que clavar una mayonesa. Pero es infinitamente más sencillo tener razón que tener una historia, y desde luego rodar Titane que rodar una de Maren Ade, de Kelly Reichardt o de Howard Hawks. Por ahí va el secreto del cuarto de baño. Es fácil llevar razón allí donde nadie puede rebatirte.

Aquí unas palabras del intelectual orgánico de este blog.

Prisa lenta

by Carlos Abascal Peiró

The last of his kind.

Me han pasado cosas. La primera es que un salto mal medido en la frontal del área me ha costado un esguince en la rodilla izquierda. La segunda es que el idiota que hizo la resonancia magnética la hizo de mi rodilla derecha. Es la otra, ¡la OTRA!, aúllo a un atajo de tolais en bata mientras me reinsertan en un ruidoso útero de plástico. Me han desnudado parcialmente, sin razón precisa. Me lo tomo como un tic de puesta en escena. Tras la doble sesión de rayos, aguardo en una sala siniestra junto a un señor sin cuello que agita un termómetro como un sonajero. Me observa cojear y pregunta que a qué vengo. Una mamoplastia, respondo muy serio.

Lesionarse, que era un placer de crío, un gaje de épica, se convierte en una pesadilla adulta. La vida enviándonos caprichosas señales de obsolescencia, gelatina en torno a un fémur, enfermeras obesas chasqueando la lengua delante de un ordenador, suspiros ahogados al cabo de una pendiente. Seguridad social, divino tesoro. Desde hace unos días, las ancianas me adelantan en la sección de yogures del badulaque. Visto un poncho a rayas y tengo aspecto de alguien a quién Eastwood habría disparado con gusto. Al pagar un pack de yogures de fibra levanto la mirada hacia el aire acondicionado, como escudriñando alguna divinidad, una forma misteriosa de perdón. Pero no sucede nada y una gotera me estalla en la frente. Hay seres que ante los reveses reaccionan sorbiendo un Actimel y cenando acelgas. Yo mismo. Puro pathos.

Así que aquí mi homenaje a los cojos, algunos cojos, que espero que la Virtud pronto incluya en el muy actual catálogo de inclusiones exclusivas. El primero es Junior Booner (1972), the last of his kind. Quizá una de las películas más bellas que existen. Atención: La intriga, como los contratos de Florentino, cabe en una servilleta. Podría ser un tema de John Denver. Sucede en un día de rodeo y no hace falta saber de rodeo para emocionarse. Steve McQueen es un vaquero de feria. Contiene la mejor pelea de saloon que uno pueda imaginar. Hay una chica, un padre, un hijo, un hermano, una madre y ese aire de fin de fiesta que Peckinpah inoculó a su mejor cine. Todos los personajes lucen sombrero. El vaquero visita a su padre en un hospital, le lleva flores y una botella de JB. El padre le da las flores a la enfermera y la enfermera les ve marcharse a caballo, abriéndose paso entre los Cadillacs. McQueen cojea como nadie, torciendo el gesto, camisa western de dos bolsillos, cinturón navajo, un Rolex oxidado en la muñeca. El empeño del cine en recordarnos que las cosas se acaban.

John Wayne no cojeaba mal. Por ejemplo, en The Shootist (1976), peli normalita de Don Siegel pero novela superdotada —SUPERDOTADA— de Glendon Swarthout. Wayne da vida a otro vaquero cojo que, esta vez con cáncer de próstata y fama de gatillo fácil, desembarca en El Paso de finales de siglo. Un matasanos le receta opio y le aconseja que haga testamento. El vaquero elige un hotel regentado por una viuda y un adolescente descerebrado. Y aguarda el Final. Fue la última película de Wayne, después sólo rodó este emocionante anuncio de aspirinas.

Robert Taylor y su bastón.

Otro cojo favorito es un abogado de Chicago, el Thomas Farrell de Robert Taylor en Party Girl (Nicholas Ray, 1958), dando cuerda a su reloj de bolsillo mientras clava la mirada en un jurado popular. Farrell, a quién una polio infantil le condenó a la cojera, le saca las castañas del fuego a la clase supra del gangsterismo local. Farrell —bondad natural, bigote finísimo, bastón de empuñadura— quiere retirarse. Pero los padrinos no están de acuerdo y atacan donde más duele: Vicki Gaye, la bailarina que enamoró a Farrell, Cyd Charisse, que tenía —ironía— el mejor par de tibias de Hollywood. Por ella, por amor, el cojo Farrell lo perderá todo. Nicholas Ray rueda todo bien en un scope barroco, de colores abigarrados. Maravillan los actores. Aviso a los profundos: es más difícil cojear que llorar.

Me invitan a una cena en un restaurante carnívoro. La mesa está demasiado cerca de una chimenea rústica que destila autenticidad pero que ya me arrebatado dos litros de sudor. Hago mi número habitual, detallo la diferencia entre un Borgoña y un Burdeos, suelto un rollo sobre cepas y encantadores viticultores franceses con filias supremacistas. Me da la razón un camarero cuyas ojeras parecen suplicar que le arrojemos al fuego. Como ya he dicho todo lo que sé, voy al baño tras rechazar gallardamente cualquier tipo de ayuda y jadeo entre las mesas como el mensajero de Maratón. Para mejorar el momento pienso en Martin, el padre de Frasier Crane, un policía de Seattle con una bala en la cadera, andar renqueante, camisa de flanela y dos hijos psiquiatras que prefieren el squash a la Superbowl. ¿Son los cojos mejores porque son cojos? Yo digo que sí. A pesar del Daniel Plainview de There will be blood (PTA, 2007), protocapitalista austero, témpano moral, hombre herido.

Pero con todo, la cojera reconcilia con la vida, es decir, uno mira mejor. Como ese quaterback malparado y sumamente pícaro que interpreta Channing Tatum en la fantásticamente marxista Logan Lucky (Soderbergh, 2017). O el hiperbólico y siempre resfriado Rizzo de Dustin Hoffman en Cowboy de Medianoche; o el buenazo de Adam Sandler, hijo fracasado y padre laureado, todo a la vez, en la bonita Meyerowitz Stories (Baumbach, 2017). Y no quiero olvidarme de Inma Cuesta en la reivindicable Arde Madrid, o de la estupenda coja que guía La femme d’à côté (Truffaut, 1981). Madame Jouve, que administra un club de tenis, relata cómo Depardieu quiso dejarlo todo por la susurrante Fanny Ardant. Cojea porque saltó de un tercer piso, demolida tras una ruptura. Desde entonces, Madame Jouve arbitra, observa, cuenta cosas. Porque los cojos cuentan mejor, desplazados de podios y medallas. Lo dijo Juan Ramón hablando de otra cosa pero nos da lo mismo: Viva la « prisa lenta ».

Una vida sin preparar

by Carlos Abascal Peiró

En un pasaje inicial de Los Maple, del infinito John Updike, el matrimonio que componen Richard y Joan regresa a casa tras donar sangre disciplinadamente. No es una mañana cualquiera, es laboral y no han ido a trabajar. Joan remarca que por si fuera poco también es la primera vez que comparten trayecto en coche en pleno día. Añade que se siente «ilícita», como si hubiera robado algo. El qué, pregunta él. La mañana, responde ella.

Nos entendemos, Joan. Uno sentía lo mismo al dejar el cole para someterse a una inspección dentista y volver horas después, tras surcar una ciudad de camiones de reparto, amables colas en la carnicería, jubilados, otros seres desconocidos. Aquello dejaba un aroma de infracción, de ahí el levísimo alivio al regresar a la clase de Plástica y, ay, ese control sorpresa de Conocimiento del medio. La pregunta es a quién: a quién cree robar la mañana Joan Maple. ¿A un empleador? Quizá. A una rutina. A una institución, a la idea bíblica y seguramente saludable de que las mañanas están para hacer cosas. Robamos tiempo. Crecer quizá consista en domar ese sentimiento de lunes a viernes o, en mi caso, doparlo hasta convertirlo en una nota sostenida para estos días de guionista. Mi vecina cría a un niño cuyos alaridos sugieren que alguien con punibles intenciones debió regalarle un medidor de decibelios. Así que salgo, hago pausas. Las mañanas de laborable son el safari del que escribe.

Peor que el covid, los cursis. Los que riegan interné de fotos de tartas, de calas, de librerías, de proas espumosas, que quizá sean los mismos que escuchan en 2021 a Elliot Smith y otros trovadores medicados. Qué abismo. Que alguien presuma de las cosas feas, que son con frecuencia cosas narrativas. Flaubert decía por ahí que para que algo resulte interesante basta con mirarlo fijamente. Me hablan unos amigos de un legendario cubito de hielo. No se derrite nunca, como el corazón de los agentes del KGB en las novelas de espionaje. Aguanta incólume bajo el sol blanco de este no-agosto. Luego caen, se trata de un muy convincente estuche de plástico que simula un pedazo de glaciar. Siempre he especulado con una escena en la que un malvado reta a un personaje —digamos Nicolas Cage— a resolver un dilema terrible, nuclear, antes de que un cubito de hielo se funda. Sabina: lo que duran dos peces de hielo en un guisqui on the rocks.

Pensemos en Sharon Stone y su picahielo en Instinto Básico. Todo el mundo sabe que el picahielo, como concepto y gadget, lo inventó el guionista. Verhoeven es, en la estela de Hitch, un creador incansable de objetos de cine y la razón principal por la cual me hice con un triturador de ajo, no ya por el ajo, culto pagano, sino por la esperanza de que la singularidad de la herramienta me sirva un día para evadirme de una celda. Sus pelis son, entre otros muchos logros, un ejercicio insuperable de fetichismo narrativo en el sentido chejoviano del término. Esto es, mirar la vida con vocación de navaja suiza: todo es multiusos. Black Book (2006) —su fresco sobre la Resistencia holandesa durante la IIGM y la variación femenina de Soldaat van Oranje (Eric, oficial de la reina, 1977)— quizá sea una película definitiva para cualquiera que ansíe escribir cine. Un relato épico cosido a una tableta de chocolate. Asustaría a cualquier productor.

Obsesionarse por esta clase de detalles le da a la vidita —Mairal dixit: «si no podés con la vida, probá con la vidita»— un aire de guion que la llena de fogonazos, de tics de comedia existencial, y que quizá alivie sus golpes y nos haga menos peores. Si hubiese estudiado algo de provecho, diría que aquí arranca una Ética, pero como solo aspiro a fundar cosas pueriles, un torneo de zumos de tomate o una marca de calcetines de tenis con franja, pues no sigo más. Un ejemplo: Regreso a casa tras vacunarme en un polideportivo y descubro que el enfermero utilizó mi ficha sanitaria para, ochenta leyes de protección de datos más tarde, invitarme a algo en Instagram. Esto se lo cuentas a un productor y ahí tienes un arranque de rom-com. Si yo fuese Meg Ryan y él Tom Hanks y esta época sombría 1993, Miramax nos hubiese soltado un pastizal para que nos enamorásemos. Pero no.

Sucede demasiado: se mira y se escribe y se filma en un neutral y aburridísimo grado cero. Y el cine no es tener razón y sí —lo dijo Jean Eustache— pasárselo pipa. No caeré en ese error tan pollavieja de concluir que la polisemia vive malos tiempos, no lo sé, pero sí intuyo que requiere cierto talento o, en su defecto, cierto trabajo: mirar más de una y dos y tres veces. Aquello de Renoir padre cuando decía a sus ayudantes que él las flores las pintaba por el lado sin preparar, el revés del florero. Tener ideas, exhibir ingenio visual o verbal (generosidad al fin y al cabo) equivale a cuestionar la mirada primera y multiplicar los empleos de una sencilla tableta de chocolate. Esto también es girar el florero.

Cae la tarde y mi safari acaba proporcionándome una escena. Dos señoras hablan fuerte. Visten una versión poco afortunada de un camisón florido que invita a concluir que alguien les ha vomitado encima un ponche tropical. La primera, la que no se apoya en una muleta, agarra a la otra del antebrazo y anuncia que le va a soltar dos cosas. Cosa número uno: el reloj suizo (hablan de un reloj suizo) será para su hijo el mayor y si acaso para su hijo el pequeño pero de ninguna manera para el hijo de la otra, la de la muleta, que es la hermana y escucha con la atención resignada de la que sabe que su rótula jamás le sacará de este aprieto. Agazapado junto a una morera, me ato y desato los cordones temiendo que la segunda cosa que se suelte allí sea una poderosísima hostia. Pero se han alejado y me quedó sin intuir violencia ni resolver el puzle. Qué será del reloj, de dónde salió, quién le dio hora y por qué Suiza siempre se salva en los juicios sumarísimos. Busco productor para esta historia basada en hechos reales.

A face in the crowd

by Carlos Abascal Peiró

Hiroshi Nagai

Hay días que sólo Tom Petty sabe arreglar. Llueve violento, bíblicamente, sobre las terrazas de mimbre de un París vacunado. Es un tema de febrero del 90, Petty lo escribió a cuatro manos con Jeff Lynne (el genio multipista detrás de Electric Light Orchestra, la banda más cine ever), y habla de un flechazo, Tom se acuerda pero no se acuerda, una chica en alguna parte, A face in the crowd. He debido escucharlo ochocientas veces y siempre parece la primera. Lo saco a pasear, como el que desenfunda un habano en una boda, cuando me preguntan que por qué no escucho pop francés. Si T.S. Eliot desconfiaba de la gastronomía asiática a causa de su desafección por el queso, yo sospecho del pop francés por su desinterés de las guitarras. Adónde os fuisteis, guitarras. Que me lo expliquen.

Voy a insistir. De todas las euforias nacionales, ninguna como la francesa. La Grandeur de toda la vida, ese relato de cuña gaullista con más goteras que un ático en la Rue del Percebe, siempre ha sido impermeable a la ironía. Volvemos a ese contencioso que este país deliciosamente cartesiano arrastra con el Humor, una parcela de la vida que, a diferencia de la mayonesa o las películas sin guion, los franceses no aciertan a dominar. Ellos no lo saben, pero su mundo tiene en pie gracias a las panaderías y sobre todo, esto figura en los Evangelios, a sus trenes: difícil sentirse más civilizado que al escuchar el susurrante jingle de un TGV. Subir a una locomotora francesa produce la gozosa sensación de que la humanidad hizo por una vez las cosas bien. Se desvanece, eso sí, al apearse.

Por volver a lo nacional, es decir, al fútbol, que junto a la gastronomía y los hospitales públicos parece la única fábrica razonable de patriotas, digámoslo: el éxtasis de un francés no se parece en nada al del resto de la humanidad, es otra cosa, otro tema, pura otredad. Lo dijo el capitán Jack Aubrey durante una cena en su fragata Surprise: los franceses, como las mujeres, no son como nosotros. Cuando cabalga Mbappé, el murmullo de los bares recuerda a esa sinfonía de asombros que flota sobre los aburguesados pueblecitos del beaujolais todos los 14 de todos los julios, cuando los vecinos, señoras finísimas de pelo gris y marinière y marido en bermuda rosa, se encaraman a una ladera húmeda para soltar gemiditos de felicidad a cada petardo estrellado. Envidio esa candidez, la misma tras los ridículos olés de la Philippe-Chatrier cuando Nadal se escurre las sienes. Como si todo fuese bien. Hacer como, acaso sea ese el secreto de lo francés, el secreto de las fiestas, de Bourdieu, y paro porque quizá acabe diciendo algo muy evidente.

A un español de mi baja ralea este plácido consenso de euforia nacional, por supuesto pasajero y no carente de aristas, le parece un fenómeno marciano (o peor, murciano). Así que cuando los bleus empatan a cero o un arbitro obtuso no les pita un penalti, alegrías miserables para mi pequeñez espiritual, sonrío, se me pone cara de bandolero extremeño tras ver a un húsar borracho posar el sable al ir al baño. La menos grave de las cosas graves, el furbol, suspende ciertos rictus de la civilización, sacia todo instinto pueril. Es su gran virtud. Así que uno saborea estos días en los que el término selección no es darwinista, y combinado nacional deja de designar dos huevos con chorizo, pimiento y timbal de patata frita. Amago de tiempo ingenuo que casi se echaba en falta. Una excusa de multitudes, porque han vuelto las multitudes. Rostros, otra vez, en otra multitud. Lo dijo Éluard no se sabe si refiriéndose a Gala, la rusa que le rompió el corazón para domar a Dali: «ll fallait bien qu’un visage réponde à tous les noms du monde». (Sería preciso que un solo rostro/ Respondiera por todos los nombres del mundo).

  • Cosas perfectas de muy últimamente: la guitarra detrás de Ornella Vanoni en los primeros compases de Un sorriso dentro al pianto; la mantequilla bretona antes y después de las ostras; Starting Over (de Alan J. Pakula); las sudaderas (palabro, redios) que cosía Velva Sheen en los ochenta; Cinéma, de Tanguy Viel; las gambas al ajillo y jengibre con berenjena al horno; Jill Clayburgh; los vaqueros de William Petersen en Manhunter; un champán, Autour de minuit.
Jill Clayburgh y Burt Reynolds al ver que no juega Azpilicueta

Confinotas

by Carlos Abascal Peiró

Guitry dans sa loge (Édouard Vuillard, 1911)

Uno. Saco la basura en pijama y penny loafers y tropiezo de esa guisa con el coro de fumadores que asalta el patio a estas horas. La vida urbana se acaba a las seis de la tarde (que son las nuevas noches) desde que Macron, cuya misa para emprendedores quiso traer París a Limoges, acabó llevando Limoges a París. Afuera, rasgando la bruma, sólo hay repartidores cargados de nems de cangrejo y —negrísima ironía en este apocalipsis— cada vez más gente muriéndose de hambre. Yo ceno lentejas con chorizo. Mi look no es premeditado, aclaro. He comprado unos zapatos y aprovecho mi estatus de «caso contacto», potencial vehículo de mortalidad en un mundo aún por vacunar, para habituar mis pies, esa bromita inmunda que nos gastó la evolución, a un nuevo caparazón. Así que hago todo con los mocasines, lentejas incluidas. Se descojonan los fumadores bajo su hongo de humo. Son exiliados de sus parejas, los veo cada noche, dos mujeres, tres hombres y un cuarto que parece un niño pero gasta voz de conducir camiones. Me despido queriendo poner carita canalla a lo Scott Fitzgerald, pero pareciéndome a Jack Lemmon cuando regresa escaldado al apartamento de Walter Matthau.

Dos. Escoger zapatos es como urdir un matrimonio concertado. ¿Acaso pedimos autorización a nuestros pies? Para nada, negociamos con dependientes y marcas y gustos para casarlos con dos balsas de cuero. Osadía imperdonable. He leído a Eagleton reírle esta gracia a Samuel Johnson: «El matrimonio es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia».

Tres. «No sabes nada, ¿de qué vas a escribir entonces?«, le suelta una novia al bueno de Garp en ese universal y desternillante ovni literario, El mundo según Garp. No está claro si con Garp quiso Irving crear un remedo de sí mismo, pero sí que dibujó un excéntrico e inmenso ser humano, un escritor definitivo cuyas aristas y silencios componen un retrato muy aceptable de qué nos pasa cuándo queremos fabricar ficciones. Garp hoy no tendría problemas para escribir. Le bastaría con acudir a la biblioteca de Temas que suministra esta época dichosa. Los Temas son los que son, hay tres o cuatro, todos garantizan un pasaporte al cielo de los justos y con ellos puede uno hacer carrera, al menos hasta que otros Temas no vengan a suplantar los primeros. La religión de los temas es muy agradable porque es casi imposible no tener razón. Cuando no se sabe qué decir, acudan simplemente a los Temas. Lo de menos es cómo se acerca uno, con acercarse vale. A Garp esto no le encajaría en su particular ética del arte, que resume en su rotunda ausencia de utilidad, algo impensable para lo adeptos al Tema. Garp: «El arte no ayuda a nadie. La gente no puede utilizarlo: No se puede comer, no los alberga ni los abriga; y si están enfermos no los curará». Estoy del lado de Irving y de Garp. Nadie ha escrito nada tan necesario ni moral como un par de zapatos y es una maravillosa noticia. Un artista útil es, como mucho, un militante de sí mismo, un pájaro sin plumas. Las novelas y las películas no son zapatos.

Cuatro. Cita Garp: Horace Walpole dijo que el mundo es cómico para aquellos que piensan y trágico para aquellos que sienten. Añadimos nosotros: Los que sienten están aplastando a los que piensan.

Cinco. En uno de los numerosos pasajes antológicos de Laurel Canyon (2020), la miniserie documental que Alison Ellwood dedica a la orgía creativa que transformó la música (y las guitarras) para siempre, un desconsolado Graham Nash relata cómo le dejó Joni Mitchell. (Aparte: Si hay un Dios será seguramente Joni Mitchell). El caso es que ella fue a por flores y nunca regresó al porche que compartían en aquel apéndice suburbial de Los Ángeles. Al cabo de un tiempo, Nash recibió un telegrama. Decía: «If you hold sand too tightly in your hand, it will run through your fingers«. Pues eso.

Dos películas para febrero

by Carlos Abascal Peiró

¿Es La Casa Rusia una de las más bellas historias de amor del planeta cine? Aquí opinamos que sí. En 1990 se podían hacer películas enrevesadas y anticlimáticas y salir a salvo del intento, sobre todo si adaptabas (bien) a Le Carré, con Connery y Pfeiffer en un químico estado de gracia, y sabiendo que Jerry Goldsmith se sacaría partituras para saxo y cuerdas al filo de lo hortera, lo deliciosamente hortera. Es, lo han adivinado, otro nuboso relato de espías, con británicos y moscovitas agitando sus peones en torno a un editor (el primer Bond) que recibe un manuscrito de manos de una, claro, bellísima desconocida (Michelle). Bien dirigida y estupendamente fabricada, la Casa Rusia es una película rodante, cosida a base de travellings. Derrama clase en cada viraje. La culpa es del australiano Fred Schipisi, que supo urdir un baile permanente (y nada pesadito) de planos steady casi siempre apacibles. Se trataba de envolver el misterio de la novela, otro hito del espionaje sin arsénico ni balazos, esta vez diluido en un desvencijado mundillo literario donde los espías visten jerseys de ochos y chaquetas de pana. Por cargarse de razones, Roy Scheider hace aquí de tiburón de la CIA y Barley, el maduro editor que interpreta Connery, se relaja tocando el clarinete. «Tú eres mi único país», le suelta a Pfeiffer cuando se impone, peaje del guión, ese dilema abrasador: la bandera o el corazón. Gana el corazón, por goleada.

Sólo por su intro no hay que perderse Atlantic City (1980), gema de Louis Malle —algún día podremos decir en voz alta quién fue, hasta el final, el más completo director francés después de la nueva ola. Anochece tras la persiana y Burt Lancaster espía a Susan Sarandon: ella se da un baño, pincha una radio, siempre Maria Callas. Es un clásico del tercer acto vital de Lancaster: desde el nadador de Cheever primero y Frank Perry después, nadie encarnó cómo él la masculinidad derrotada. La estrella, que detestó a Malle durante el rodaje (el francés quiso ofrecer el rol a Mitchum), se adueñaba sin querer de las películas. La política de los actores, diría el bromista Luc Moullet. Emociona detectar sus tics de juventud —el mohín del mentón, la muñeca en avant al enfilar un pasillo, la cimbreante cintura del trapecista— al servicio de un dignísimo ocaso, el suyo y el del personaje, un renqueante gangster de cuarta fila amigo de limpiabotas y corredores de apuestas, un perdedor en trench cuya única luz es esa que proyecta su vecina al caer la tarde. Sarandon es croupier en un casino de Atlantic City, naturalmente atrapada por su pasado en un esquema policiaco que envuelve el auténtico interés de Malle, los personajes, su gris historia de amor, de un patetismo estrambótico y tierno que hubiese vuelto loco a Elmore Leonard. Esa escena en la que Lancaster fanfarronea como un párvulo tras haber ejecutado a dos matones y pilla a Sarandon robándole a escondidas, pero él hace como si nada y le deja ir a por una pizza, aunque sepamos todos que ella se irá con la pizza y los billetes y el viejo se quedará solo, saboreando la ficción del qué-pudo-ser. Chéjov hubiese dado un pulgar por escribir esa escena. Malle, como buen europeo, se regodea filmando la América decadente: todo y todos acumulan más pasado que futuro. Por si fuera poco, regala un papelito a Michel Piccoli, que sale enfadándose, por supuesto, es lo que siempre se le dio mejor.

El meón

by Carlos Abascal Peiró

Le Matin (Gauguin, 1892)

«Era tan esperpéntico y absurdo / Que se parecía a la vida». Regreso a esta estrofa que canta Loquillo en El encuentro, cuya letra firma Luis Alberto de Cuenca, mientras el triunvirato de treintañeras en bata pide amablemente que me desvista. Es madrugada en el pabellón de urgencias de la Salpetrière, la salpet dicen los residentes, y mi riñón y yo andamos en esa fase de toda hospitalización en la que uno se hace promesas por si hay redención. Por ejemplo: que al día siguiente desayunará acelgas, o mejor, que podrá fêter su resurgir renal asaltando la quesería en busca del carísimo comté de dieciocho meses. Decreta el triunvirato, en feliz analogía, que el cólico proporciona al varón el único dolor equivalente al de un parto. Pues llevo tres, confieso henchido de sororidad, con la satisfacción del que muestra una costra en un patio de recreo. No surte efecto, quizá porque sigo desnudo de cintura para abajo, quizá porque parezco reivindicar tres embarazos. Nueve meses incubando esta noche valen medio comté, suelto sin expectativas. Supongo que me devuelven la sonrisa bajo la mascarilla.

El cólico me deja sin la pachanga de los martes y me cose a una botella de agua. Al día siguiente, un torbellino de chicas en trench y leggings, porque al gimnasio van hasta las Françoise Hardy de este mundo, desciende la rampa arbolada y húmeda de este bulevar de l’Hôpital que anuda la rive gauche al barrio chino de París. Llego tarde a mi cita con un agente inmobiliario, que es el tipo de citas que tengo ahora, y lo hago caminando como si acabase de caer eliminado en un rodeo. La señora nos guía, a mí y a dos infelices, hacia un bajo infame sin ventanas. Asegura que el último inquilino, probablemente un agorafóbico desfigurado tras un vertido de ácido, murió asfixiado entre estas paredes. Dice en realidad algo peor, que suena como un consejo: conviene compensar la falta de ventilación dejando entreabierta la puerta de entrada. Aguardo en vano a que suelte una carcajada. Recuerdo entonces que conservo en el bolsillo un frasquito de orina —vivir era esto— e imagino varias situaciones incivilizadas. Acabo pidiéndole la tarjeta con aire solícito y acudo a la comisaría más cercana.

Es París una ciudad muy dada, por densidad y por deporte, al marullerismo inmobiliario. En otra prueba de la desconexión sociológica del cine francés, Dussollier interpreta a un encantador agente inmobiliario en la sofisticada Coeurs (2006), de Alain Resnais. Un personaje radicalmente inventado. Resnais, que nunca debió buscar piso, adivina en el agente inmobiliario a un cartógrafo del convulso y muy lubitschiano mapa amoroso parisiense. Dussollier busca apartamento a ex desquiciados y acaba encontrando el amor. Lo recuerdo mientras seco mi sexta botella de agua. El tratamiento me tiene correteando de un lado para otro con la agitación de un terrier ante una farola. Minutos antes de una visita inmobiliaria, horrorizado, renunció a la compostura y me alivio en una esquina prudentemente solitaria. Pasa una chica, cruzamos una mirada fugaz y bendigo la mascarilla y el covid y la disolución del permafrost. Naturalmente, minutos después, coincidimos visitando el apartamento. En una peli de Cameron Crowe acabaríamos teniendo mellizos, pero en la vida real huyo arguyendo una llamada del trabajo. Mi vida laboral inmediata consiste en un corto para la tele sobre un adorador de pepinillos y un spot de prevención del cáncer testicular ambientado en una bolera. Ha sido un (feliz, ojo) encadenamiento de circunstancias, pero reconozco que desde fuera puede parecer la obsesión atávica de un enano mental incapaz de abandonar su fase anal. Los ejecutivos televisivos, cuyo trabajo consiste en verbalizar lo que todos sabemos salvo ellos, advierten un «problema de sutilidad». La sutilidad sólo es un problema cuando es excesiva.

Rodar películas fáciles de ver y difíciles de entender. El aforismo es de Cercas, se refería a la novela y lo anoté en una página temprana de un cuaderno sobre nada. Podríamos aplicarlo a casi todo. Una facilidad, para funcionar plenamente, entraña casi siempre una dificultad. Un verso de Pepe Hierro: «Tarde se aprende lo sencillo». Mantengo esta postura únicamente porque acabo de encontrar piso. Mudaré mis cosas —un Winchester, una Biblia y una cajita de ibuprofeno— a través de un París dominado por toques de queda que, sin embargo, presagian un nuevo romanticismo. Admiten los ministros, cada vez más enjutos, que una entrada de cine o de teatro serviría de salvoconducto en caso de control policial durante las horas proscritas. No hace falta ser Antoine Doinel para pensar en comprarse un ticket de la primera peli que se te ocurra e irse de farra. Es una noticia maravillosa. Para las farras y para las películas.

Cuando telefoneo para alumbrar mi contrato de red eléctrica, la operadora vacila. El anterior inquilino, anuncia titubeante, se llama como usted. Como yo. Nombre y apellidos, remata. En Operación Shylock, Roth relata en una sus tradicionales tramas especulares cómo un homónimo o simplemente un bromista suplanta su identidad para defender el diasporismo, es decir, el regreso de los asquenazi a Europa. Roth se calienta y se planta en Jerusalem, donde se aloja su doble. Yo, al contrario, sólo bebo agua en mitad de un apartamento vacío mientras la operadora, que me atiende desde Saint Etienne y se presenta como Gwendolyne (en un guiño, espero, a Julio Iglesias), enumera con voz nicotinada todos los Carlos de la red eléctrica francesa. Al final resulta que mi predecesor en el cargo sólo se llama Carlos, pero para Gwendolyne resulta un acontecimiento. Cuando cuelgo, me dan ganas de imitar a Albert Brooks en esa escena capital de Broadcast News (¿quizá la comedia más tierna de los ochenta?) en la que se prepara un copazo mientras canturrea con un acento atroz, fuera de sí, un tema del gran Francis Cabrel después de aceptar que se hizo demasiado amigo de la chica de la que nunca quiso ser amigo y sí todo lo demás. Pero no debo beber, de modo que me acuclillo, enchufo la neverita y tras dos, tres chisporroteos, dejo que ronronee inaugurando así el torrente de vatios que enciende esta vida nueva. Dentro, rodeado de la soledad que envuelve a los reyes en los cuadros, aguarda un hermosísimo tercio de comté.

Carrera de ovejas en Gales, 1965.
Pisos que quise visitar I
Pisos que quise visitar II
Pisos que quise visitar III

Los restos del naufragio

by Carlos Abascal Peiró

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Hana-bi (Kitano, 1997)

Empieza uno a celebrar rutinas bressonianas, como de condenado a muerte. Cada mañana, a eso de las ocho y algo, la repisa se convierte en una tertulia de palomas. Ahí están, inmundas, absurdamente satisfechas ante esta paz extraña. Como cualquier ser humano decente, odio las palomas. Ahora, sin embargo, todo es distinto. Las miro con el gesto del beduino frente al oasis. Al cabo de casi un mes de aislamiento forzado a uno le surgen pensamientos de vuelo bajo, tentaciones pueriles, complejo de Paulo Coelho. Acabo espantando el trío de pajarracos antes de sacudirme una ducha de café. Y vuelvo a empezar.

«Hoy todavía no he tomado café. Di que me preparen una taza», le pide Tusembach a Irina, la más joven de las Prozorova, en el maravilloso último acto de Las tres hermanas, demoledora pieza de Chéjov a la que llego tarde y gracias al montaje de la Comédie Française, que estos días exhibe repertorio a través de yutube. De físico ingrato, el barón Tusembach, militar en mitad de un permiso campestre, recibe esas hostias líricas que Chéjov suelta de rato en rato para seguir siendo Chéjov. Dice Irina al barón, minutos antes de que este se bata en duelo, que ella le admira pero que no le quiere, que su corazón —Chéjov gustándose mucho— es un pianillo cerrado cuya llave alguien debió extraviar. Enamoradísimo, muy digno, Tusembach, que rivaliza con otro soldado por el amor de Irina, guarda silencio e impide que ella le acompañe, se aleja y a continuación se da la vuelta, busca qué decir, una muleta del guionista, pero al mirar a Irina por última vez sólo le sale que esta mañana se quedó sin café, y que si le preparan una taza. La escena es de panteón. Ese instante seguramente encierre todo Chéjov, lo sublime cruzado con lo ordinario, y su finísima enseñanza: acaso son la misma cosa.

El resto lo imaginamos pero lo cuento igual. El barón, como no podía ser de otra manera, llega al duelo con cara de cordero lechal. Solyony, su amigo y sin embargo rival por el imposible amor de Irina, admite a sus testigos que a lo sumo tratará de herir a su adversario, nada más. No le da tiempo. Tusenbach se deja matar. O se pega un tiro. Digo que imaginamos porque Chéjov —qué bien— no lo aclara: sólo sabemos que Irina y los demás escuchan un disparo al otro lado de los árboles. Los pájaros, quién sabe si alguna paloma, arrancan a volar con el susto en el cuerpo. Luego pasa como casi siempre, los hombres se van a Moscú y las mujeres lloran. Qué fue de aquel café: ¿Llegó Irina a pedirlo?

Si desayunase con Takeshi Kitano —sentado en mi cocina, mirada baja, tic en el párpado izquierdo— le preguntaría qué opina de Chéjov (si es que opina algo). A Takeshi, que forma parte de esos creadores cuya obra invita a llamarles por su nombre de pila, lo ordinario le sirve para todo. Su cine y sobre todo el final soberbio de Hana-Bi (Flores de fuego en España, 1997), sellado por otro chéjoviano disparo en fuera de campo, se levantan sobre ese matrimonio que la Modernidad instituyó después de Nietzsche y la muerte de Dios: solemnidad e insignificancia, melancolía e ironía, mezcladas y no agitadas. Las pelis de Takeshi son bromas pesadas en las que alguien, muchas veces, pierde la vida. La flecha de Guillermo Tell ensartada en una frente. Sus yakuza bromean y luego se matan, todo a la vez. En Hana-Bi, la historia de un policía parco en palabras que trata de ayudar a un colega parapléjico y a una esposa enferma de leucemia, hay pese a todo momentos desternillantes. La intriga, decíamos, se clausura  en una playa y no con uno sino con dos disparos chéjovianos, fuera de campo. El rol de las hermanas Prozorova, adivinar lo inevitable, nos lo deja Takeshi a nosotros.

En un artículo reciente en torno al redescubrimiento de lo esencial y otros coronaefectos, Alba Rico reivindica los «restos del naufragio» como síntesis de la condición humana. La metáfora es chestertoniana y alude a ese momento en el que —aquella era otra playa— Robinson Crusoe enumera lo que ha logrado salvar del malogrado paquebote negrero: un hacha, un loro, cosas así. El mayor poema es un inventario, concluía Chesterton. Al polígrafo inglés le gustaba pensar en el náufrago reuniendo sus posesiones sobre la arena pero, sobre todo, intuía que en cierto modo la vida consiste en honrar esos restos. Anota en Ortodoxia: «Es un buen ejercicio contemplar, en las horas vacías o desagradables del día, cualquier objeto, un estante o el cubo del carbón, y pensar en lo feliz que uno sería de poder rescatarlo de un naufragio y llevarlo consigo a una isla desierta». Para Chesterton, la eterna vigencia de la novela de Defoe, cristalizada en esa consciencia del inventario, reposa en su celebración de la «poesía de los límites, el descabellado romanticismo de la prudencia». Es inevitable entrever algo de retórica cristiana en su exégesis —la existencia como regalo, componer con lo que el océano nos presta y que de un modo u otro nos acabará arrebatando—, pero también una benjaminiana dignidad de las cosas, gratitud y modestia de lo pequeño. Lo del romanticismo de la prudencia es un concepto para tatuárselo en la espalda.

Como Orwell, Chesterton acusa algún que otro lector idiota, a veces ni siquiera lector, que suele ser el peaje de un talento universal. El filósofo francés Jean-Claude Michéa lo explica mejor: son ambos autores que tienen algo de inactual, es decir, de permanente actualidad. Michéa, marxista combativo que escribe bien tirando a muy bien y firmó una monografía estupenda sobre Orwell, abunda en la idea de que quizá el afán transformador de la izquierda deba pasar en primer lugar por la pura conservación. De los glaciares, de las abejas, del pan con aceite. Establecer límites. Que llevemos un tiempo confundiendo capitalismo y progreso en turbadora y (falsamente tranquilizadora) sinonimia no es una novedad, como tampoco lo es que esta y otras pandemias probablemente no nos enseñen nada. Pero quizá sí sirvan para restituir lo que ya aprendimos. Ayer, haciendo que hacía la compra, quise colarme en un parque y al inspeccionar la verja descubrí un caracol. Lo he bautizado Takeshi.

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Basado en una historia real

by Carlos Abascal Peiró

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Pascal dijo que el origen de todos los males pasa por nuestra incapacidad para permanecer a solas en una habitación. En estos tiempos raros uno duda hasta de Pascal. Desde hace unos días decido comprar dos medias baguettes en lugar de una entera para airearme así por doble partida. Aquí exigen un formulario impreso para pisar la acera —tres pretextos: alimentario, deportivo y sencillamente de vida o muerte— y ayer olvidé llevarlo conmigo. En cuanto tropecé con la pareja de gendarmes, temiendo que me diesen el alto, opté por simular un violento ataque de tos. Al alcanzarles, me doblé como si me hubiese fulminado un balazo. Funcionó.

Casi siempre lo mismo: un conocido me pide que firme una petición online para que el gobierno abra las librerías (alimento para el alma, dice el lamentable encabezado de este rijoso spam intelectual). Minutos más tarde, me obsequia con un mensaje de audio donde asegura que tiene un primo en un gabinete gubernamental, y el primo dice que el ejecutivo ultima un toque de queda, de modo que se impone —según el primo, no el ejecutivo— abandonar París y evitar así una latosa sobredosis de ciudad. Pues bien, van doce días de encierro y seguimos sin toque de queda. Saco en claro que nueve de cada diez parisienses tiene un cuñado o derivados en un ministerio. Quizá Macron acabe llevando razón: urge aligerar la función pública. Lo acabamos sabiendo por la prensa: los que se fugaron a sus segundas o terceras residencias, situadas en algún satélite parisiense, encantadoras islas bretonas con un PIB equivalente al de la España del Nodo, han logrado desatar un agresivo brote de COVID entre los sufridos locales. En fin.

El encierro se revela productivo, afortunadamente. Para la gran mayoría de mi círculo social, esa suerte que tengo, constituye un formidable pretexto para zambullirse en los dramas de Musset. A mí, no doy para más, me sirve para devorar novela negra y esconder un corte de pelo inmundo. Un error táctico. Decidí acudir a un peluquero añejo, en mi calle, en pleno barrio serbio al norte de París. El profesional fumaba en pipa y lucía patillas bandoleras, todo en su establecimiento remitía a una película de Lino Ventura, esa Francia vetusta de café aguado y terrine. Había otro cliente. Mayor, naturalmente; no articulaba palabra, y su mujer, que le depositó con el alivio del que devuelve unas muletas cuando le retiran la escayola, acabó revelando que su Richard sufría una demencia. El caso es que hicimos migas el peluquero y yo mientras Richard, ya sin la barba rizomática que lucía al desembarcar, seguía en barbecho esperando a su esposa, que dijo tardar diez minutos y tardó cuarenta. La conversación exigía un tema y lo encontramos: quién es el pope del polar, la novela negra según los franceses (sabiendo que Simenon era belga y sus relatos no son polar, son Simenon y ya está bien). Estábamos de acuerdo: ni Izzo ni Jonquet ni Siniac ni A.D.G., mais JPM, Jean-Patrick Manchette. El entusiasmo me distrajo y salí de allí con un flanco del cráneo más poblado que el otro. Cuando quise regresar un decreto había clausurado las peluquerías. Oteé el interior del establecimiento bajo mi capucha culpable. Richard ya no estaba allí.

A Manchette hay que reconocerle muchas cosas. Empecemos por que a mediados de los sesenta fundó un movimiento de inspiración situacionista bautizado Banana, dedicado a tapizar de peladuras de plátano las calles de París durante las manifestaciones. Los polis se resbalaban y a Manchette le hacía gracia. Esto fue antes de escribir. Novelita negra, de precio minúsculo, el lomo amarillento tan Gallimard, su célebre série noire. La gloria del género la trajo la resaca del mayo de París, que aguijoneó los muchos complejos de una izquierda provinciana que pronto se descubrió fuera de la fiesta. Surgió un polar costumbrista, desencantado y de rotunda violencia (filetear orejas es habitual en los héroes de Manchette) que decididamente miró a Hammett (el estilo conductista) antes que a Chandler (la ironía lírica). En la Francia de Giscard d’Estaing aquella fue una literatura bañada en un marxismo seminal y al tiempo desesperadamente naufragado, personajes que decidían, Malraux dixit, vivir sus ideas para no pensarlas. Era un ajuste de cuentas. Manchette: «El polar es la gran literatura moral de nuestra época». En un pasaje de Los mares del Sur, el Carvallo de Vázquez Montalbán le da la razón después de engullir un plato de fabada: “Los detectives privados somos los termómetros de la moral establecida”. La intriga, el plot, constituye la osamenta de la novela negra, pero su carne siempre ha sido, inevitablemente, lo social, lo furiosamente contemporáneo.

En la década de los setenta, se impuso distinguir la a menudo aristocrática novela policiaca, entendida como un cierto regreso al orden, alguien (no necesariamente un policía, léase Chesterton) resuelve el caso y se atreve a pensar que todo volverá a ser como antes, del cada vez más truculento noir, donde la derrota ofrece un único desenlace. Lo que los norteamericanos, a partir de Hammett, pero también Pearl Harbor y sobre todo Kennedy, dieron en llamar hardboiled (Stark/Westlake, Jim Thompson, John C. MacDonald, el muy eterno Elmore Leonard) y los franceses simplemente polar. Novelas para no dormir. We never sleep, alertaba el eslogan de la agencia de detectives Pinkerton, donde Hammett se empleó durante los años veinte. El crimen nunca fue un acto individual e importaba menos quién lo cometía que sus circunstancias, resumió la novelista Dominique Manotti, cruce interesante (pero menor) entre Ellroy y Manchette. El detective, el policía, el periodista, acarician la misma conclusión: el asesino es el sistema. Manchette dobla la apuesta con su particular vocación anarquista teñida de un humor negrísimo muy ligado a la impertinencia cachonda de la prosa de Guy Debord. De un matrimonio burgués: «Formaban una pareja distinguida. Tenían habitaciones separadas. Hacían caca una vez al día«. De uno de los integrantes del comando izquierdista ‘Nada’ en su novela homónima: «Meyer tenía ganas o de pegarse un tiro o de sencillamente ir a trabajar, era difícil decirlo». El tono —burlón, heladísimo— alimentó el cine de la época: Melville, pero sobre todo Jacques Deray, e incluso el poliziesco italiano (Fernando di Leo). Fueron apenas cinco novelas. Manchette murió prematuramente en 1995, dueño de una obra de culto. Como a Chandler, le costaba hilar las tramas, puesto que en el fondo las concebía como una simple excusa para desarrollar personajes y ambientes. Puro costumbrismo. No publicaba desde 1981. Entre medias, eso decía, no hizo nada relevante.

Maurice Dantec sostiene en un ensayo publicado en Les Temps modernes que el polar «relata una guerra privada entre la verdad y la mentira, la ficción y lo real», y la conclusión —añadamos nosotros— siempre es la misma: lo real miente. La ficción sólo a veces. Hay algo dramático en el declive actual del género en el cine francés y en el cine en general. Y aquí van dos motivos para rehabilitarlo. Uno, sociológico: el polar, aupado a cierta nobleza bastarda, aún conserva una ambición transversal, atenta los que apuran su confinamiento en pisos de veintipocos metros cuadrados y a los que lo hacen en equipadísimas dachas. Otro, esencialmente político: Lo negro como maridaje de ficción y periodismo, como vía principal de descuartizar los numerosos traumas de una sociedad —esos que adormece el recogimiento pascaliano— y, en último término, relatarla. Cuando la tormenta vírica amaine, en un mundo amenazado por malvados tan contumaces como invisibles —bacterias o, peor aún, funcionarios del FMI— será interesante que junto a nosotros también el cine y la literatura regresen ruidosamente a la calle, que se ensucien, sea lo que sea que esto signifique. Lo vamos a necesitar. Para entonces, si todo va como debería, me habré buscado otro peluquero.

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Siete notas de mayo

by Carlos Abascal Peiró

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Esta luz maravillosa que le pega a Bacall al final de Cayo Largo (1948).

Uno. En una secuencia de La Maman et la putain (1973), el personaje de Léaud asegura que el cine le enseña a uno a hacer la cama. Afortunadamente se equivoca. La gran virtud de la cinefilia es que es un grado sin valor. Como la monarquía, el bazo o un título de la Rey Juan Carlos, la cinefilia no sirve para nada. Por eso nos importa tanto. Cuando sirve, huelga decirlo, entonces no es cinefilia. Seguramente otra cosa. Quizá un modo de encaramarse a cierta categoría de conversación, a cierto régimen de gusto, no lo sabemos. Capital simbólico. El deseo de dar la tabarra, de ser interesante. Pocas cosas más ininteresantes que el esfuerzo por resultar interesante.

Dos. Me paseo con una edición de The Ambassadors, de James, en el bolsillo. Jamás leí la novela. Llevo no-leyendo The Ambassadors desde 2013. ¿Por qué montar este número entonces? En primer lugar, por el reducido tamaño de la edición: la mayoría de las ediciones que se dicen de bolsillo no lo son (apenas cabrían en el bolsillo de un druida); pues bien, esta lo es. En segundo y definitivo lugar, porque no quiero leerla. Conozco el argumento, el aura de la novela, he revisado un par de veces su famoso prefacio. Conozco su reflexión sobre la juventud pérdida y el tributo al estatus simbólico de París. Conozco su eterna punch-line: Live all you can. Con esta novela pasa como el reloj: No la leo, la llevo puesta.

Tres. Estoy hecho un impresentable. Hay que leer The Ambassadors.

Cuatro. Genera afinidades y apasionados rechazos, el contrapicado, el plano por debajo de la línea de ojos. La idea tomó forma tras el impulso radical que supuso el cine alemán en los años veinte y, ya en Hollywood Babilonia, fue acogida calurosamente por los adeptos de la caligrafía. Pensemos en Sternberg, Welles o, más tarde, Fuller. Aparecía sistemáticamente en el cine de John Huston. Entretanto, el contrapicado desertó poco a poco del cine europeo, considerado un tic sin prestigio, un artificio yanqui, un flaco favor a la papada de las actrices. Doy vueltas al tema mientras desfilan los créditos de la última cinta de los Dardenne, que sigue a un chaval radicalizado en la periferia de Bruselas y ofrece, de paso, un colosal ejercicio de pereza cinematográfica (e intelectual). No hay contrapicados, naturalmente. De las últimas pelis de los Dardenne se sale queriendo a Ken Loach.

Cinco. Proposición controvertida: Multar a las tías y tíos que dicen anotar sus sueños. Qué pretensión terrible. Esta manía de ser complejo, de exhibir sus sedimentos, acabará con nosotros. Que se depilen la cavidad nasal, eso al menos no se relata. Al final me contengo, no expreso queja alguna. Recuerdo este aforismo de Trapiello: la educación sirve para esos momentos en que dos personas saben que se mienten.

Seis. Muerte de una camisa. Llego a una cita profesional en la que alguien bromea (o no) sobre mi muy envejecida camisa. Argumenta este interlocutor que, vista la camisa que gasto, resulta evidente que no puedo dejar de firmar su jugosa proposición. La escena es un manual concentrado de marxismo. Pese a todo lo que se me pueda ocurrir, voy hecho un guiñapo. Me gusta demasiado esta camisa. El cuello desguazado, dos balazos en la manga, una impresión general de derrota. Cuánto ha vivido mi camisa. A veces la miro como se mira un pedazo de ánfora en un yacimiento.

Siete. La amistad es un tema antiguo que el cine abonó con insistencia durante los años dorados de un género hoy malherido, la Aventura, y en particular a través de su más vigorosa declinación, el Western. Es también un tema ingrato, de fama reaccionaria. Quizá desprestigiado a medida que la Academia ha ido descubriendo que nada es gratuito o —ay, la ética protestante— que nunca permitiremos que lo sea. Hawks es un entomólogo de la amistad, lo sabemos. Hawks se dedicó a la modulación más sofisticada del amor, los amigos. Filmó historias de amor entre hombres, lo cual, atención, no es sólo necesariamente homoerotismo. Homoerotismo es un término que los universitarios ampulosos asocian a las películas en la que dos hombres se dirigen la palabra durante demasiado tiempo. El automatismo empobrece porque suplanta en lugar de complementar el subtexto de la amistad. Los hombres de Hawks son inicialmente refractarios al amor, no tanto por despecho sino por vértigo o, en general, desconocimiento. Por mucho que acaben sucumbiendo, es decir, aprendiendo. John Wayne tiene a Dean Martin, a Robert Mitchum, a James Caan, a Clift. No solamente los tiene, los necesita. Pese a todo, en frente y finalmente a su lado, empuñando rifles y volantes: mujeres, mujeres, muchas mujeres.

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Cosas en común

by Carlos Abascal Peiró

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On the ice path. Preobrazhensky, 1950’s.

Dice mi amigo M. que si se aburría de niño su padre le soltaba que entonces es que se empeñaba bien como padre. Me gusta. Conviene desconfiar de aquellos que tratan por todos los medios de conjurar el aburrimiento, no ya el suyo personalísimo, que también, sino el de los demás. Hay algo de virtud en la idea de dejar aburrirse o dispensar (sin ensañarse) aburrimiento. Sospecho que los aburrimientos de infancia suelen convertirse en pasiones adultas. A mí me pasó con Goya, el aguacate o las piscinas. Si alguien, y qué suerte la mía, no se hubiese molestado en aburrirme en una librería seguramente nunca hubiese leído a Pavese. Con el poder pasa lo mismo. Mejor gobernantes aburridos que emocionantes. Estos días Francia parece sucumbir a la ruidosa oleada de tías y tíos trepidantes que asola este planeta sin inviernos. Exigir emociones a un político suele desencadenar tragedias. Yo votaría al padre de mi amigo.

Entiendo que el aburrimiento es esencialmente una cualidad burguesa, que es el tipo de cualidades que frecuento para mejor y peor. Saco el tema con el amigo F. mientras nos estrujamos los sesos para escribir su peli. Alrededor nuestro la orfandad representativa se viste de amarillo. El caso es que F. lanza una idea desoladora en pleno almuerzo: a veces cuesta descifrar las consignas de los que se dicen subrepresentados porque a nosotros, que vivimos en cosmociudades y vamos en bici a los vernissages, no nos hace falta. Nos pasa lo que le pasó a la pintura con la fotografía: nos hemos emancipado de la idea de vernos, la mímesis nos la pela y, al contrario, deseamos incluso no reconocernos. Los expertos, nuestros expertos, coinciden en que el descansillo que comunicaba los diferentes pisos del edificio social se ha convertido en un pasadizo intransitable. Urge dar con un relato de ideas capaz de anular a los dispensadores de emociones, Bannon y etcéteras, que son como esos padres que matriculan a sus críos en todo. Aspiran a una sociedad sin aburrimientos y, a la larga, a críos que acaban desmatriculándose de sus padres. F. se ha puesto tan serio que no pedimos postre.

En los años setenta, un Saul Bellow a lomos de su nobelizado éxito advertía que el «ruido de la vida» había alcanzado un «volumen intolerable». El ruido, concluía, se había convertido en la gran amenaza de nuestro tiempo. Continuaba: «What was the point of writing or reading novels when reality was as fantastic as any fiction?» Aquí estoy menos de acuerdo. A la realidad, ya ni sé quién lo dijo, no le exigimos verosimilitud. A la ficción sí, y menos mal. Convendría contar nuestro tiempo para ofrecer así a amarillos y no amarillos una impresión no tanto de reconocimiento como de pertenencia. Se trata de ensanchar lo común. Bellow, que viró hacia un conservadurismo sarcástico en su faceta de cronista, era infinitamente mejor en la ficción que en los editoriales. Se reivindicaba, recuerda Louis Menand, más pájaro que ornitólogo. Era un pájaro muy pájaro.

Vázquez Montalbán logró ser ambas cosas. En una página de Galíndez, uno de los personajes argumenta que España pasó de ser una novela de Hemingway, épica y descarnada, maquis y toreros, a otra de Scott Fitzgerald surcada por derrotados simpáticos de perfumado cinismo y conciencia moderna. España dejaba de ser different. Me estoy obsesionado lentamente con Vázquez Montalbán. Lo noto. Esto me ha pasado antes y viene de mi renovado y brioso interés por lo español, un adjetivo que de unos años para acá me pertenece más que nunca porque —como Julio Iglesias— lo recibo allá donde voy. Soy el español más a mano de muchos parisienses, lo cual me convierte en un interlocutor ideal cuando Vox lo peta en Andalucía o si De Gea canta con la Selección. Tras adivinar mi pasaporte los franceses adoptan un tono de Hablar por hablar y susurran que tienen un pisito en Lloret de Mar. Les doy el pésame sin dejar de sonreír.

No sé decirles que la España que me interesa ahora mismo es la de VM o la de El crack I y II de Landa y Garci, la de Pepe Carvalho o el sombrío detective Germán Areta, que siempre me dio pereza pero que, mira, ya no. Al final, el casticismo era modernidad. Me apasiona lo que me aburrió, volvemos a lo mismo. Hace unos días fui al teatro, no por hábito, que ya me gustaría, sino por ver a un amigo actor. Adaptaban Las palmeras salvajes y la puesta en escena pertenecía a ese clase de vanguardia que prioriza lo salvaje a la palmera. En fin, que rescaté una idea que sí procede de Faulkner y que evoca un personaje a grito pelado. ¿Y si la gente de los libros nos contase a nosotros? ¿Y si a Emma Bovary le tocase relatar la vida y quebrantos de Gustave? Llego a la conclusión de que los buenos personajes siempre deberían estar en condiciones de devolver la pelota a sus progenitores. Toca y vete.

En el muy estupendo último largo de Kore-eda, Shoplifters, que es palma de oro y aún así una maravillosa obra de cine, uno accede a la naturaleza secreta de todas las familias, la de una ficción mejor o peor avenida, quebradiza, a ratos agradable, casi siempre misteriosa. Para empezar, la peli contiene el mejor plano con naranjas después del que casi le cuesta la vida a Vito Corleone. Pero además sus personajes nos representan en lo malo y en lo bueno, y sobre todo en lo malo. Resulta evidente que algunos placeres exigen un tedio previo —pedalear cuesta abajo implica necesariamente remontar una pendiente— y, sin embargo, estoy casi seguro de que no hace falta graduarse en aburrimiento para apreciar un guión que reivindica la necesidad de pertrecharse de ficciones compartidas. Nos devuelve al gesto seminal de ir al cine. El otro gesto, el de salir, que es un poco como cuando a uno le arrancaban del sofá para que se lavase los dientes, sirve esta vez para confirmar en la mirada desperezada de la platea que ya tenemos más cosas en común. Y no está nada mal.

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Cracks.