El mundo según Apple: Apuntes para un fetichismo
por Carlos Abascal Peiró
La desaparición de Steve Jobs apuntala el mito de la manzana. Subcultura afianzada en la mítica colectiva 2.0, la (i)Generación reivindica una simbología propia levantada en torno a un gesto de distinción: consumir tecnología Apple. “Mejor ser pirata que unirse a la Armada», zanjó su fundador. Comprar individualismo: patentes de corso en la era (post) Jobs.
Si hacemos caso a los colegas, Steve Jobs resucitará al tercer día. Entretanto, conviene rendir cuentas a la (terrenal) idea de asumir el logging out del mercader favorito en los sondeos, el avispado hippie que reformuló la informática, el de los jeans, cuello de cisne. Genio irreducible según la épica 2.0, se repetían los gurús. Abrumados, muy abrumados. Porque el espacio místico de las sociedades capitalistas se reinventa mediante evangelios de panel luminoso, salmos de spot, figuras mesiánicas del pelaje de Jobs, una suerte de apóstoles de página salmón. Apple, Mac, iPhone: el (i)cosmos reescribe punto por punto el argumento ideal del catecismo publicitario. Universo simbólico frente a simple producto, la manzana dentada –atentos al paralelismo bíblico- como experiencia total para un consumidor que asume sin dudarlo el rol de embajador de marca. Ser (Mac) o no ser.
Innovación y funcionalidad. La cultura Apple refracta su onda de marketing por medio de una masa crítica entregada, auténticos cruzados de la filosofía que lanzó el talentoso Jobs, o un público que se sabe casi tan exclusivo como los gadget que trastea. Ahí está el truco. En la exclusividad, la diferencia, aquel ‘think different’ que inyectó Apple en el imaginario noventero, la alternativa cool al PC. Y si el dispositivo sabe a diseño aún mejor. Pierre Bourdieu resumió antes el asunto mientras el autor boliviano, Edmundo Paz Soldán, prologaba el aforismo: gestos de distinción. Saberse particular, “rehuir la adhesión ingenua, el abandono vulgar a la seducción fácil y el entusiasmo colectivo”, acertó el pensador galo. Además, de paso, a Bourdieu le dio por denunciar una correlación evidente entre el deseo y el bien ofrecido. No es nuevo: la producción determina la necesidad. De aquí uno rescata manuales de empleo en torno a la epidemia Apple, claves para una cirugía de la generación manzana y su mitología asociada, toda una subcultura de asfalto.
Fans. Fieles, pues. Culto legitimista, los chicos de Mac molan más que los de PC. Algo parecido viene a confirmar una divertida encuesta que firma Hunch.com. Así, visto lo visto, si compras Apple existen probadas posibilidades de que seas más de Damien Hirst que de Monet; que lo tuyo, en lugar de la Pepsi, sea indiscutiblemente la limonada, o que zapees el Canal de Historia para engullir lo último de HBO. Hay más. Frente a los devoradores de best-seller que gastan PC, los acólitos Mac –vegetarianos la mayoría, al parecer- citan la fundamental Moby Dick o la obra del glacial Cormac McCarthy entre su repertorio de lectura. Y un 95% declara seguir el cine Indie. A los amigos de Gates, por su parte, les toca hojear la teleguía o pacer abono mainstream.
Urbanitas de mente abierta, geeks, cazadores de tendencias, la (i)Generación se reúne bajo la protección de múltiples Starbucks, en el corazón de la metrópoli, donde la manzana californiana siempre supo desenvolverse. Una (neo)masonería iluminada por un fashionismo todoterreno, cierta holgura económica y el entrañable aroma de un clasismo de equipo. Exento de motivos profesionales, gran parte del público Apple sabe de sobra cuánto podrían haber ahorrado si en lugar de teclear MacBook, iPhone, lo hiciesen sobre cualquier otro dispositivo anónimo. Pero da igual, la ocasión lo merece. La distinción, a fin de cuentas, continúa pagándose bien.
Mérito de la compañía de Palo Alto, el incalculable éxito de la manzana invoca la hechicería capitalista en todas sus manifestaciones: la envoltura erótica de la mercancía como fetiche, la seducción y los seducidos. A ello contribuyó (gratis) la esfera mediática; de la resonancia que prestan unos fascinados medios de comunicación –el portátil protésico de Al Gore durante su combate verde- a la recurrencia de la ficción y sus criaturas a presumir de manzana. Fue Jerry Seinfeld; Carrie, la trendy patológica de Sexo en Nueva York (HBO, 1998-2004); el promiscuo Hank en Californication (Showtime, 2007- ), el sentencioso doctor House, la saga amarilla más telegénica, demás etcéteras.
Así, bajo los focos, la fantasía Apple engorda a marchas forzadas. Una expansión que, paradójicamente, amenaza con socavar su autoimpuesta condición minoritaria, de exclusiva alternativa. A estas alturas, los pobladores de Starbucks y otros ‘macqueros’ se agitan nerviosos, parapetados tras la blancura de sus gadgets, tal vez ahora vulnerables al formidable masticar del consumo de masas. Papá Jobs, además, abandonó la fiesta para, sistemáticamente, al menos en las conciencias, embarrar el porvenir de la marca. Y pese a todo, los fieles –el que firma- continúan al tanto, conectados al sentido comunitario del conciliábulo Mac, la promesa parpadeante de la técnica como analgésico identitario. Amén.
Hola, Carlos. Mi nombre es David P.Montesinos. El director de Ojos de papel me ha recomendado tu blog, y, en concreto esta entrada. No me ha decepcionado, tampoco por la sana dosis de autocrítica que se insinúa al final. Creo el mundo Mac no está entre mis toxicidades, pero no es suficiente para ponerme en condiciones de burlarme de quienes sí padecen esta adicción. De entre ellos destaco dos categorías: los que mantienen la lucidez necesaria para reconocer que Apple les seduce básicamente porque no pueden evitar asociar su juego de signos a un cierto imaginario de vida buena y bonita, y los que aman el mundo de Jobs como quien forma parte de una secta y se pasa el día diciendo aquello de «adoro al líder», no pudiendo concebir que otros vivamos en el laicismo, ajenos a esta suerte de nueva religión cibernética y consumista.
Debo reconocer que es objeto de mi estudio esta actitud tan extendida entre algunos de mis allegados, personas por lo general con una visión muy «estética» del mundo. Una amiga llegó a decirme «me gusta Apple porque me gustan las cosas bonitas». Me parece lúcido y, por tanto, menos esclavo, aunque esclavo a fin de cuentas. Me ha llamado mucho la atención la instalación de una tienda Apple en Valencia, esos chicos de uniforme que no te agobian, que hacen carantoñas a tu bebé, que parecen Testigos de Jehová dispuestos a convencerte cariñosamente de cuál es el secreto de tu felicidad… No parecen empleados de esos jodidos que sólo piensan en acabar su jornada laboral y marcharse. Es un mundo dulce que nos acoge maternalmente en su seno.
Jobs fue un genio, no tengo duda de eso. Descifró con una precisión demoníaca las claves del carácter del sujeto postmoderno y lo rentabilizó en su favor, nunca mejor dicho, porque se forró bestialmente con ese conocimiento que parece casi místico, pues está investido de un aura de espiritualidad que disimula con maestría lo que no es sino ambición de hacerse rico y vender chucherías. Jobs es el nombre de un maestro, pero un maestro de mercaderes. Ha conseguido encontrar la piedra filosofal del marketing: no quiere nuestro dinero, no le interesamos como clientes, eso es demasiado gélido, y ya es el mundo bastante despiadado para que le compremos un ordenador a alguien que no se ofrece a querernos. Sus ordenadores son caros y no son mejores que los de su amigo el gafitas, pero no es eso lo que adquirimos al adquirir un Mac: lo que compramos es paz y amor. La revolución de las flores convertida, al fin, en un objeto que se adquiere en una tienda.
Nadie puede dar más.
Un placer leerte, David.
Es verdad. Jobs fue un genio, uno contemporáneo. No solamente descodifico con éxito esa pulsión de diferencia (de distinción) que impulsa el capitalismo tardío -el de la obsolescencia, el culto alternativo y el outsiderismo de franquicia- sino que, al tiempo, imprimió en los planteamientos de marketing de su compañía una aureola metafísica, un sentido comunitario, cierto orden simbólico, casi afectos. La prueba es que ha sido el primer empresario despedido con los honores de un mesías. Y además nos instaló en el paisaje de lo cool, que no es más que una desviación de la cual nos surten por si nos fatiga lo no-tan-cool (acuso lectura, vengo de La conquista de lo cool, de Thomas Frank en Alpha Decay). El caso, hace tiempo que dejamos de adquirir objetos -al menos, SÓLO objetos.
Muchas gracias por pasarte y apuntar ideas.
pd: como señalo en el texto, este blog y sus posts han salido del teclado de un mac: ya se sabe, uno, que no es perfecto.
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