Slap Shot (George Roy Hill, 1977): Sobrevivir al domingo

por Carlos Abascal Peiró


El deporte y sus catecismos -apuntalados por la tiranía del triunfo, la reformulación individualista de sus figuras y los gráficos contables- tuvo y tiene su grandeza en ese universo cada vez más poblado de los que, perdiendo, casi siempre ganan. (Ver a este respecto capítulos relativos al abonado de minor club, la poética de domingos y el santoral de transistor). Y Slap Shot (George Roy Hill, 1977), a este y otros respectos y mucho más allá del sentido épico del que acá escribe, rinde culto a tal demoledora verdad.

Las derrotas, las más, y victorias, las menos, de un muy humilde equipo de hockey sobre hielo y su agresivo y ocurrente y tan chiflado canto de cisne. Porque los Charlestowns Chiefs y su veteranísimo capitán –Paul Newman en uno de su roles más carismáticos- se resisten a ser vendidos, a desaparecer en el torbellino que deparó la capitalización corporativista del deporte, de todos los deportes. Naturalmente, la estupenda rudeza del muy sacro Roy Hill, un amante de muchas cosas y todas buenas (de Vonnegut a esas estaciones obligadas que son El GolpeEl nido de las águilasHenry Orient o el destino de Redford y Newman), lograba retratar el fino desencanto que, muy en el fondo, serpentea bajo la playlist de trompazos hilada por el conjunto más estrafalario jamás visto sobre una pista. A reseñar ese personaje antológico, de camiseta, Reggie Dunlop (Newman), canalla inolvidable, pícaro coyuntural y esquizofrénico que se batirá duro por la suerte de los Chiefs, la suya propia y -en fin- la de su maltratado público, arrojado a las gradas tras la sonora quiebra de la industria local.

En Slap-Shot, efectivamente, late un correlato social que, si bien diluido en un grotesco y alucinado humor, hurga la herida de una América obrera y sus progresivos y acentuados derrumbes. El mismo que amenaza a los Chiefs, al deporte profesional y al desgastado Reggie. La solución aquí es la farsa, la triquiñuela y un absurdo muy bien manejado. Resta por saber si ese final al cual nos empuja Roy Hill  -patinaje, mamporros y crazy parade incluidos- debe ser descifrado como el penúltimo embuste de Dunlop o, al contrario, un ending medianamente happy. En estas, y de todos modos, el ácido retorno que impulsa la película no pierde sentido y tampoco espacio: guiños malévolos a tantos invisibles que, en algún brumoso momento, nos apartaron de -silba acertadamente uno de los temas del film- where we started from. Obra maestra.