Saúl y sus Samueles. De abyecciones y perezas

por Gabriel Doménech González


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Tiempo era, tras prolongado silencio cibernético, de cumplir las obligaciones que una bitácora conlleva. Reincidiendo en los defectos que me son propios, mi aportación vendrá, además, a toro pasado: la última edición del Festival de San Sebastián acabó (¡ay!) hará ya más de un mes. Este retraso nos permitirá, no obstante, tratar el objeto de la inminente parrafada con la calma y el rigor que la distancia otorga. Al menos, esa es la intención.

El caso es que «Saul Fia»,«El hijo de Saúl» (László Nemes, 2015), no gustó en determinados sectores, sobre todo los de las nuevas generaciones de cinéfilos. Nada, en este sentido, sorprendente: es ingenuo pensar que los premios en grandes festivales se correspondan siempre con filmes cuya pretendida calidad sea capaz de anular toda controversia –si se acepta que los Oscar no son símbolo de excelencia, ¿por qué pensar lo contrario de Cannes, Berlín o Venecia?–; por otra parte, el atracón cinéfago que supusieron las diez jornadas del Zinemaldia dio pie a constantes ejercicios de comparación, evaluación y reevaluación que en el mejor de los casos se transformaron en valoraciones críticas de peso y en el peor, en reseñas impresionistas e irrelevantes rankings. Es positivo, entonces, que un curriculum en el que se incluyen un Gran Premio del Jurado cannois y el FIPRESCI quede en agua de borrajas ante el juicio de unos espectadores inquietos que buscan la excelencia fílmica sin dejarse amilanar por galardones que parecen asegurar una recepción tan emocionada y reverencial como, en el fondo, acrítica.

Lo que no me termina de convencer fueron los argumentos que, en una mayoría de ocasiones, pude recoger entre los que rechazaban la ópera prima de Nemes. Antes de nada, eso sí, me desenmascaro: aun considerando «Saul Fia» un film meritorio y apreciable, comparto, en sentido lato, la decepción de muchos de mis coetáneos. Pero, como decía, si coincidimos en los fines, no lo hacemos en los medios.

Doy por sentado que el respetable conoce tanto argumento como dispositivo formal de la película (si no, puede informarse aquí), así que paso a desgranar los peros. Muchos de ellos insisten en la cualidad moral dudosa que se desprendería del dispositivo estético puesto en práctica por Nemes. Si el lector tiene la amabilidad de clicar en este enlace, podrá observar los comentarios de diversos críticos (la mayoría jóvenes y todos de gran mérito, para que no se diga), algunos de los cuales me permito remarcar.

David Tejero sostiene que «la cámara de Laszlo Nemes opta por desenfocar el horror en virtud de un discurso peyorativo del cuerpo, una obra que reabre debates pero que dista mucho del verdadero significado ético/estético del cine» (la negrita es mía en todos los casos). Jonay Armas aduce que «sus planteamientos formales [los de «El hijo de Saúl»] conducen a una necesidad urgente: poner en cuestión la implicación moral de muchas de sus decisiones.» No querría abrumar, mas, por último, aconsejo leer la siguiente crítica de otro de los colaboradores de la revista antes enlazada. Me tomo la libertad de subrayar ciertos pasajes: «si queremos hacer una película sobre un asunto como el Holocausto judío […] no podemos realizarla de cualquier manera«; «El horror desenfocado no es una idea cinematográfica nueva, ni muy lograda si lo enfocamos a conveniencia, para mostrar, cual pirómanos, la «belleza» de una hoguera quemando cadáveres».

Después de esto, creo que ya es hora de revelar ciertas cartas y de señalar la que, a mi parecer, es la raíz de la que han germinado todos estos textos. Algún listillo ya se estará imaginando a lo que me refiero. Sí, efectivamente, hablo del famoso escrito de Jacques Rivette «De la abyección», publicado en Cahiers du Cinéma en 1961, y en el cual el crítico y cineasta francés propinaba un legendario rapapolvo a Gillo Pontecorvo y a su película «Kapò» (1960). El motivo: ese plano que remarcaría estéticamente la muerte, y en el cual se revelaría la naturaleza del «espectáculo tradicional» aplicado a la temática de los campos de exterminio nazis como «voyeurismo y pornografía».

Las reflexiones que vienen a continuación son lo suficientemente extensas como para dedicarles un epígrafe aparte. Seguimos.

1. Abyecciones

La aceptación de las ideas vertidas por Rivette es fácilmente rastreable hasta la actualidad, como testimonia la previa ensalada de citas –obsérvese la concomitancia entre la ya mencionada frase «si queremos hacer una película sobre un asunto como el Holocausto judío […] no podemos realizarla de cualquier manera» y la rivettiana «cuando se acomete una película sobre un tema como éste (los campos de concentración), es difícil no proponer previamente ciertas cuestiones», que vienen a decir poco menos que lo mismo.

También en la Revista Magnolia –perdón por la insistencia–, en una crítica de la película «La novia» (Paula Ortiz, 2015), encontramos una frase harto elocuente. Haciéndose eco de una reflexión de José Luis Guerín, el crítico Gonzalo Ballesteros concluía lo siguiente: «Y eso es precisamente «La novia», una película de un perfeccionismo inmoral.» El propio Guerín, en una extensa entrevista en ABC conducida por Alfonso Armada, juzgaba con pretendida espontaneidad a Sebastião Salgado, endilgándole (¡qué casualidad!) el calificativo de «abyecto«: «Porque él hace unas operaciones, unos viajes, de unos éxodos tremendos, pero desde una majestuosidad tecnológica…«.

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«Kapò» (Gillo Pontecorvo)

Como vemos, se relaciona aquí una y otra vez una cierta forma de construcción estética con lo inaceptable en términos éticos. La cuestión es, al fin y al cabo, la frontera entre lo representable y lo que no lo es –y en qué modo se pueden representar ciertos temas. Es un debate abierto desde los orígenes mismos del arte y que, si nos ponemos dialécticos, tiene que ver con los conceptos de tabú y obscenidad. Precisamente este último término, obsceno, significaba, en griego antiguo, «fuera de escena»: en teatro clásico, ciertos hechos no podían representarse sobre el escenario. Era siempre un mensajero o un esclavo quien daba parte, con mucho detalle, por cierto, de los asesinatos de Agamenón, de Clitemnestra y Egisto, de los hijos de Medea, o de la automutilación de Edipo. Los usos sociales y morales de la polis griega establecían que ciertos asuntos debían ser tratados con, digamos, cierta deferencia («con cierto temor y estremecimiento», escribiría Rivette), más aún tratándose el teatro no de un simple espectáculo artístico, sino de un ritual, por tanto vinculado a prácticas religiosas.

Pero he aquí que los usos sociales y morales cambian, y con ellos la noción de obscenidad. Los cánones artísticos varían y lo que antes se evitaba en la polis puede ser siglos después objeto de representación. Si nos trasladamos al contexto histórico en el que Jacques Rivette redacta su incendiaria crítica, es de ver, por una parte, cómo el recuerdo de la barbarie de los campos de exterminio aún sigue lacerantemente vivo (el trauma continúa incluso en nuestros días); por otra, cómo el cine se ha erigido en una instancia representativa que todo lo devora: nada escapa a su poder de figuración, y era cuestión de tiempo que abordase la herida de los Lager. ¿Cómo tratar hechos asaz traumáticos sin que, digamos, el espectador sienta el mismo impulso automutilador de Edipo? Rivette da una respuesta.

No es, empero, la única: si examinamos la ingente filmografía sobre el tema, cada cineasta contesta a su manera a la cuestión. Pensemos, por ejemplo, en la celebrada «Shoah» (1985). Al calor de lo escrito anteriormente, podemos concluir que su director, Claude Lanzmann, adopta una estrategia parecida a la de los antiguos griegos: evitar toda representación, en este caso figurativa, del hecho traumático.

«Shoah» (Claude Lanzmann)

El problema, volviendo a nuestras abyecciones, es el planteamiento que adopta Rivette. Él, desde mi punto de vista, no niega la posibilidad de representación. La aversión que le genera «Kapò» se da no por el hecho de «mostrar», sino por el de «mostrar de un modo concreto». Su postura, por lo tanto, consiste en ensalzar un modo de representación respecto a los otros. El modo de representación «correcto», que se situaría en las antípodas del de Pontecorvo, se justificaría más por su superioridad moral que por su validez estética. No hablamos de que en términos narrativos, formales o meramente icónicos la obra pueda resultar torpe, errada o tópica; es que, literalmente, la elección de unos determinados recursos de puesta en escena transforma automáticamente al cineasta en abyecto, en una mala persona, para entendernos. Tales posturas son claramente retrógradas, más allá de la ideología política profesada por los que las defienden. Son retrógradas por lo programático e intolerante de su cuerpo argumental: «el que practique este u otro credo estético diferente del que predico yo es inmoral, se sitúa al otro lado de una barrera de lo aceptable y lo permisible; barrera que para más inri he establecido yo mismo». En una época en que instituciones otrora poderosas, como la Iglesia o los Estados autoritarios, han perdido gran parte de su influencia en la praxis artística, ciertos axiomas críticos corren el riesgo de ejercer la misma función reprobatoria y censora que aquéllas, al clasificar taxativamente los objetos artísticos en válidos o no desde puntos de vista ajenos al propio hecho estético.

La estética que aplaudiría un rivettiano, y con la que un realizador alcanzaría el estatus de irreprochabilidad ética, se basaría, creemos, en la potenciación de la representación ascética y autoconsciente, que haga de la elipsis y la depuración figuras de estilo fundamentales. No obstante, ¿deja por ello de ser esa estética una construcción formal? La discusión es amplia, pero admitamos que todo objeto que caiga en el territorio que llamamos arte participa de una función estética. ¿Hasta qué punto el mayor o menor grado de construcción formal marca el grado de eticidad de un film? Imposible decirlo, por ello inútil teorizar a partir de la supuesta altura moral de ciertas decisiones formales. Además, ¿una representación desnuda y autoconsciente convierte a la obra en un monumento ético?¿Obras como «El triunfo de la voluntad» (Leni Riefenstahl, 1935) dejarían de producirnos un hondo sentimiento de repulsión ante su discurso si su aparataje formal sustituyese la grandilocuencia por el minimalismo, la espectacularidad iconográfica por una humilde reconstrucción autoconsciente? Cineastas como Godard o Guerín contestarían que cada discurso ideológico impone su propio camino estético, y no andarían completamente errados, pero se puede dar la vuelta a la afirmación. Una película como «Vals con Bashir» (Ari Folman, 2008), que enarbola un dispositivo de clara voluntad metarreferencial, donde el punto de vista del autor queda evidenciado desde el primer minuto, presenta un discurso ideológico (y aquí sí, moral) como mínimo problemático. La justificación más o menos solapada de las atrocidades cometidas por el estado israelí puede darse perfectamente la mano con una poética que quiera restituir el misterio de lo real y subrayar la artificiosidad de toda representación (el otro Teniente de este blog lo explica muy bien en uno de los comentarios a este texto). Así que, uno, sinceridad no es garante de gallardía ética, y dos, no existe una correspondencia necesaria y directa entre fondo moral y decisiones formales. Es decir, la (fuerte) estetización de la que un filme pueda hacer gala no es un indicador fiable de su posible abyección.

Lo que olvida Rivette al juzgar tan severamente «Kapò» (lo que olvidan nuestros coetáneos con «El hijo de Saúl») es que la forma no es lo único que hay que tener en cuenta a la hora de valorar una película (y obra artística en general) desde un punto de vista moral. El discurso ideológico al que se adscribe un film, que en el caso de Pontecorvo era de clara denuncia, es un punto clave para dilucidar la intención ulterior de los responsables del mismo. El discurso, al desarrollarse en forma de objeto fílmico, puede declinarse en multitud de elecciones de puesta en escena, todas ellas válidas en principio puesto que el arte ofrece una flexibilidad en su expresión que no poseen otras disciplinas como la lógica, las matemáticas o la ingeniería, en las que a problemas teóricos les corresponden un número limitado de soluciones. Así, la representación de escenas traumáticas, lejos de estar condicionadas por una voluntad voyeurística o pornográfica, pueden entenderse desde contextos experimentales («Un perro andaluz»), crítico-denunciatorios («La batalla de Argel»), simbólicos («Tetsuo»), etc.

No es esto, ojo, un ataque que se proponga invalidar y aún menos descubrir la «inmoralidad» del cine postulado por Rivette, Godard, Lanzmann, Guerín y tantos otros. Simplemente insisto en que la suya es una opción. Lo que no podemos pensar es que se trata de la única opción. Otros caminos estéticos son igualmente válidos para obtener los mismos fines.

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László Nemes en el set de «El hijo de Saúl»

Por supuesto, soy consciente de que la inflación de imágenes actual parece conducir a la banalización de temáticas y discursos. Pero el problema de la banalización no es, en lo que a estética fílmica se refiere, una cuestión moral; esto es, no responde obligatoriamente a la abyección del emisor, sino a razones más prosaicas (siempre estamos hablando desde mi punto de vista, por descontado) que en unas líneas explicaré.

No querría cerrar este apartado sin refutar las afirmaciones antes leídas. Identificar espectáculo con pornografía es una falacia, lo mismo que trazar equivalencias entre la majestuosidad tecnológica y la inmoralidad. Rodar haciendo uso de una cierta tecnología (moderna, que es lo que le repatea a Guerín, autoerigido en «guardián de esencias») susceptible de estetizar la representación no es sinónimo de baja eticidad. Lo mismo que una película, por banal que sea su estética, no es inmoral; es precisamente eso: banal –lo banal puede aparecer en comportamientos poco éticos, mas la ecuación no funciona de la misma manera si invertimos sus términos. «El hijo de Saúl» no es inmoral, en sentido absoluto y mucho menos a causa de las decisiones formales tomadas para su puesta en escena. No atenta contra significados ético-estéticos inamovibles en el cine por la sencilla razón de que nunca los ha habido, como tampoco han existido en ningún otro arte.

(Es interesante apuntar que, en un tramo del filme, parece reconstruirse uno de los momentos históricos que sirvieron al teórico Georges Didi-Huberman para apuntalar las tesis de su ensayo «Imágenes pese a todo» (2003): la toma a escondidas, por parte de prisioneros de un campo de exterminio, de fotografías que documentaban la barbarie nazi. La intención de Nemes sea seguramente adherirse, con su ópera prima como manifiesto, a las ideas del filósofo francés, claro partidario del papel esclarecedor que, pese a todo, pueden ostentar las imágenes en un contexto como el actual de saturación icónica.)

¿Cuál es, con todo y eso, la falla de esta película? En el próximo epígrafe trataremos de responder. Continuamos.

2. Perezas

«Saul Fia» parecía un nuevo film-acontecimiento en el que la «abrumadora» conjunción de su forma y fondo debía sumir al respetable en un estado de admiración y entrega incondicionales, según se desprendía de las reseñas de la prensa especializada. El problema es que ya nos sabíamos la película.

No se trata, repetimos, de su opción estética. La cojera está en el contenido, concretamente en cómo se desarrolla el argumento. Los clichés e inverosimilitudes que se suceden uno tras otro y que permiten, entre otras cosas, mantener vivo al incauto protagonista y hacerle pasar de un escenario a otro del Lager como si de las fases de un mortal videojuego se tratara, empujan al espectador despierto fuera de la apuesta. De nada sirve un tratamiento hiperrealista y de cuidada factura técnica si se pone al servicio de una historia que abusa del salvamento en el último minuto, del deus ex machina que conlleva la aparición de ciertos secundarios.

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«El hijo de Saúl» (László Nemes)

Está, cómo no, el adagio de que el cine es un trozo de tarta y que menos lobos con la reverencia a lo real. De acuerdo, pero pedimos un poco de coherencia. No negamos al visionado de «Saul Fia» un componente agónico, de suspense y hasta claustrofobia, condicionado en su entera medida por su dispositivo de puesta en escena; lamentamos, sin embargo, que tan escrupulosas estrategias formales no determinen finalmente un nuevo hito en la representación del Holocausto, pues el armazón básico del filme, la trama, en la que campan el tópico e incluso los errores históricos (recomiendo a los interesados comparar la película con la rigurosísima obra teatral «La indagación», de Peter Weiss), entra en contradicción con aquéllas.

Queda la cuestión de la supuesta originalidad de la apuesta formal de Nemes, enarbolada por los representantes más granados de la crítica nacional e internacional. En temas tangentes al tratado por «Saul Fia», como «Masacre. Ven y mira» (Elem Klimov, 1985) o en la injustamente olvidada «Diamantes de la noche» (Jan Nemec, 1964), hallamos similares procedimientos en la puesta en escena. La exacerbada estética del seguimiento (el pedinamento zavattiniano) la encontramos asimismo en películas como «Die Verwandlung» (1975), la peculiar adaptación que hizo el citado Nemec del famoso relato de Kafka, o en la reciente «La herida» (Fernando Franco, 2013), o en el corpus principal de la filmografía de John Cassavetes. «Saul Fia», entonces, tan original no es.

Nuestro veredicto, en resumen: pereza de los responsables del filme al confiar el armazón argumental a mecanismos demasiado transitados; pereza de la crítica internacional, al parecer miope cuando se trata de diseccionar una película más allá de su impacto inmediato (algo que no le rebatimos a ésta). Pereza, también, la de los «jóvenes turcos» del epígrafe anterior, que, a mi juicio, queriendo distinguirse como la nueva cinefilia que son de las prácticas críticas de sus mayores, corren el peligro de caer acríticamente en argumentos tan manidos como poco operativos en la actualidad, más antiguos todavía que los exégetas de los que esperan distinguirse.

3. Colmo

Vamos cerrando.

No es la inmoralidad lo que hay combatir en el cine, porque eso sería demasiado fácil. Existen películas inmorales y abyectas, claro, pero no es a través de los mecanismos propuestos por Rivette y acólitos como mejor se podrá denunciarlas. Lo que tienen de criticable la añeja «Kapò» o la reciente «El hijo de Saúl» es, pura y simplemente, su pereza narrativa. Podemos considerar, por otro lado, que la pereza es moralmente reprobable, pero eso implicaría retrotraernos a los siete pecados capitales. Luego mantengámonos en una postura laica, e impugnemos las cosas por lo que son: lo banal por banal, lo perezoso por perezoso, lo inmoral por eso mismo. A cada uno lo suyo, que dicen los italianos. Mal que pese a algunos, las malas películas (o fallidas, o regulares, o tópicas) no son siempre malvadas; son sólo mediocres. Y lo mediocre, por mucho que abunde, no deja de ser un pecado venial.

Una(s) cosa(s) más

Para aquellos que todavía tengan fuelle para continuar, he aquí otros dos estupendos textos escritos con mucha anterioridad a éste y que sostienen tesis análogas o complementarias.

https://misteriosoobjetoalmediodia.wordpress.com/2010/10/02/contra-lanzmann/

http://detour.es/tiempo/salgado-abyeccion-rivette-pontecorvo-kapo.htm